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Investigadora en el Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas de la Universidad de Salamanca y en el Centro de Estudios Clásicos y Humanísticos de la Universidad de Coimbra. Doctora en filosofía por la Universidad de Salamanca (Febrero de 2008). Autora de cinco libros: "Una revolución hacia la nada" (2012), "Don Quijote de la Mancha: literatura, filosofía y política" (2012) "Destino y Libertad en la tragedia griega" (2008), "Contra la teoría literaria feminista" (2007) y "El mito de Prometeo en Hesíodo, Esquilo y Platón: tres imágenes de la Grecia antigua" (2006). Ha publicado varios trabajos en revistas académicas sobre asuntos de literatura, filosofía y teoría literaria. En su carrera investigadora ha trabajado y estudiado en las universidades de Oviedo, Salamanca y Oxford. Fundamentalmente se ha especializado en la identificación y el análisis de las Ideas filosóficas presentes en la obra de numerosos clásicos de la literatura universal, con especial atención a la literatura de la antigüedad greco-latina y la literatura española.

No es que esto sea Ítaca, pero verás que es agradable

No es que esto sea Ítaca, pero verás que es agradable

Si amas la literatura y adoras la filosofía, éste puede ser un buen lugar para atracar mientras navegas por la red.
Aquí encontrarás acercamientos críticos de naturaleza filosófica a autores clásicos, ya sean antiguos, modernos o contemporáneos; críticas apasionadas de las corrientes más "totales" del momento: desde la moda de los estudios culturales hasta los intocables estudios "de género" o feministas; investigaciones estrictamente filosóficas sobre diversas Ideas fundamentales y muchas cosas más. Puede que hasta os echéis unas risas, cortesía de algún autor posmoderno.
Ante todo, encontraréis coherencia, pasión, sinceridad y honestidad, antes que corrección política, retóricas complacientes y cinismos e hipocresías de toda clase y condición, pero siempre muy bien disimuladas.
También tenemos la ventaja de que, como el "mercado" suele pasar de estos temas, nos vengamos de él hablando de algunos autores con los que se equivocó, muchísimos, ya que, en su momento, conocieron el fracaso literario o filosófico y el rechazo social en toda su crudeza; y lo conocieron, entre otras cosas, porque fueron autores muy valientes (son los que más merecen la pena). Se merecen, en consecuencia, el homenaje de ser rehabilitados en todo lo que tuvieron de transgresor, algo que, sorprendentemente, en la mayoría de los casos, sigue vigente en la actualidad.
En definitiva, lo que se ofrece aquí es el sitio de alguien que vive para la filosofía y la literatura (aunque, sobre todo en el caso de la filosofía, se haga realmente duro el vivir de ellas) y que desea tratar de ellas con respeto y rigor, pero sin perder la gracia, porque creo que se lo debemos, y si hay algo que una ha aprendido de los griegos es, sin duda, que se debe ser siempre agradecido.

lunes, 7 de diciembre de 2009

III. ¿Qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes?

“El personaje, “que ya anda en las historias”, no puede morir. Lo que hace, pues, Alonso Quijano, es dejarlo a un lado, “quitárselo”, pura y simplemente, porque viniéndole como le viene la muerte de dentro, el negocio planteado, el de la muerte personal, nada tiene que ver con don Quijote. Don Quijote hubiera muerto en las garras del león o en cualquier otra posible ocasión granjeada con su nombre y con su obra; pero esta otra clase de muerte que adviene, esta muerte que no es la consecuencia de una hazaña, ni siquiera de la malevolencia de los encantadores, muerte de un hombre y no de un personaje, atañe sólo a quien la engendra, a quien la lleva en el cuerpo y en el alma, a quien la padece. Alonso Quijano distingue con claridad; por eso dice que “ya no es” don Quijote y que se muere. Don Quijote ha volado de los nidos de antaño. El nido es el propio Quijano, que se ha quedado vacío por su voluntad, para morir sencillamente. El pájaro –don Quijote- seguirá volando.
Lo demás, la condena de los libros de caballerías, aunque bien pudiera entenderse como concesión a la moralidad, se puede asimismo interpretar “desde” el cristianismo de Quijano, que al ver la muerte encima la afronta con toda su personalidad moral y espiritual, hecha por el cristianismo” (Torrente, 1984: 201-202).

Creo que en este punto Torrente se equivoca por completo en la interpretación y lo que es más grave, se contradice. Si don Quijote era un personaje que tomaba toda su historia y personalidad moral de las de su creador -“O, dicho de otra manera: el personaje asume enteramente al hombre que lo ha creado, porque lo necesita para andar por el mundo como tal personaje; con lo cual Quijano deja de ser actor” (Torrente, 1984: 60)-, ¿cómo explicar entonces ese cristianismo sincero de Alonso Quijano tras dar vida a un personaje que se deleita haciendo gala de anticlericalismo? ¿Puede hablarse realmente de un cristianismo de Alonso Quijano? Si se observa detalladamente en qué consistía su juego creemos que la respuesta coherente es que no. Habrá que acudir entonces a otras explicaciones más lógicas, dentro de las tesis defendidas, que den cuenta de ese supuesto arrepentimiento.
Si Torrente estuviese atento a la materialización del juego de Alonso Quijano, se habría percatado de que uno de sus principales objetivos son los representantes de las instituciones eclesiásticas. Por eso Cervantes debe disimular muy bien el juego: no estaría bien visto que un hidalgo se divirtiese a costa de la Iglesia, a no ser que estuviese loco. Si Alonso Quijano juega, y si en su juego la Iglesia es una de las víctimas preferidas, entonces no es creíble su arrepentimiento basado en un supuesto cristianismo. Si don Quijote, como sostiene Torrente, asume al hombre y sus actitudes morales; si don Quijote es un personaje en el juego de Alonso Quijano –como efectivamente lo creemos-, entonces don Quijote, como Alonso Quijano, le tiene “bastantes ganas” a la Iglesia. Su cristianismo humanista y su piedad aparecen muy dudosas, en consecuencia. Por la misma razón niego y huyo de manidas interpretaciones erasmistas, como ya expuse, a la manera de las que nos ofrece un Américo Castro.

“La ideología renacentista está obsesionada por ese retorno a los orígenes de las formas de la cultura, de la moral, de la justicia, de la religión. Habría querido el Renacimiento hacer una edición crítica del Universo. En el terreno religioso, cristiano, el problema consistía en volver a las Escrituras, al Evangelio, a la soñada pureza de los primeros tiempos, al texto hebreo mejor que al latino, a lo más próximo, en suma, de la inalterable esencia que se aspiraba encontrar. Erasmo es el máximo representante de esa inquietud, de ese afán inquisitivo, que en él es método y no contenido cerrado; por eso repugnará las soluciones dogmáticas, tanto las de los teólogos católicos como las de los protestantes; por eso será odiado y perseguido en ambos campos. Pero ha dejado a lo largo del siglo, a la vez que mística emoción, una estela de criticismo y de insatisfecha inquietud; de exigencia racional y de espíritu de protesta. Sin Erasmo, Cervantes no habría sido como fue” (Castro, 2002: 288-289).

Es más, mi interpretación de que el cristianismo de Alonso Quijano es fingido, como luego veremos, es más coherente con la interpretación de Torrente que la que él mismo da.
En cuanto a la segunda parte, yerra Torrente, y por los mismos motivos, en una apreciación: la segunda parte no representa ya un juego inofensivo y esto es fundamental para entender por qué don Quijote acepta abandonar el juego mientras que Sancho desea continuarlo. Los dos aparecen guiados por la misma motivación: la virtud ética, identificada por Spinoza, de la generosidad. Alonso Quijano decide dejar el juego por Sancho (al igual que se arrepentirá y se fingirá cristiano para poder testar a favor de él) y Sancho desea seguir el juego por Alonso Quijano (porque sabe que la vida real, sin juegos, le resulta insoportable, como efectivamente se verificará en su muerte inmediatamente posterior al cese del juego).
Asistimos en la obra a distintas visiones y versiones del comportamiento de don Quijote.
El narrador y el resto de personajes, lo consideran un loco.

“Si este narrador no hiciera otra cosa que repetir un ardid tradicional, su consideración estaría de más. Su conducta, sin embargo, sorprende e interesa, porque con harta frecuencia abandona los trámites convencionales e interviene en el relato de manera original y, en ciertos pasajes, sospechosa. Uno de sus modos constantes y característicos de participación surge en el segundo párrafo de la novela, cuando dice: “… y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto…”. ¿La primera minucia? En todo caso, significativa, porque la palabra “desatino” inaugura la serie de las dotadas de fuerte connotación moral. Con “curiosidad”, el narrador designa un hecho; con “desatino”, lo juzga. No tendría importancia si sólo fuera una vez, pero, sin salir del primer capítulo, se advierte que los juicios se reiteran, se sistematizan. Y así se mantiene hasta el fin de la novela. Y los juicios se refieren, principal y sistemáticamente, a los protagonistas; a su modo de ser y a su conducta” (Torrente, 1984: 30).

Estoy completamente de acuerdo con lo que afirma Torrente en el siguiente párrafo, así como en el anteriormente citado.

“Prescindiendo de que tal procedimiento sea defectuoso y de que así se haya estimado, quizá el examen de estos juicios sistematizado, permita ver algo más claro. En la primera parte, se encuentran dos palabras clave: la de “loco”, aplicada a don Quijote, y la de “majadero” o “bobo”, aplicada a Sancho Panza. No son, bien entendido, monopolio del narrador, sino que otros personajes de la fábula las usan, e incluso hay ocasiones en que Sancho piensa de don Quijote que está “loco” y en que don Quijote piensa de Sancho que es un “majadero”. “Loco” y “majadero” constituyen, en la primera parte, los dos puntos de cohesión que dan unidad a los elementos de las figuras de los dos protagonistas en tanto en cuanto son vistas por los demás y, por supuesto, por el narrador. Son dos juicios que expresan el “sentir común”, son de “sentido común”. La imagen que el cura, el barbero, el ama, la sobrina y cierto número de personajes hallados a lo largo del camino tienen de don Quijote, es la de un “loco”, y, de Sancho, la de un “bobo”. ¿La propuesta “real” del narrador es la de entretener, la de interesar, la de apasionar con las aventuras de un loco y de un bobo? Así resulta a primera vista, aunque las cosas, examinadas con más atención, no parezcan tan simples. Pero no hay vuelta de hoja: los juicios morales del narrador coinciden con los de todo el mundo, y en este “todo el mundo” se incluye buena parte de los lectores” (Torrente, 1984: 34-35).

El narrador y el resto de personajes, lo consideran un loco, efectivamente, pero es que el narrador y el resto de los personajes no representan precisamente ejemplos de claridad argumental ni de sinceridad, sino que manifiestan unas actitudes, cuando menos, sospechosas.
Tanto en la primera como en la segunda parte de la obra se insiste en la locura de don Quijote, por una parte, y en su extraordinaria lucidez a la hora de afrontar otros discursos.
Veamos las declaraciones del narrador destinadas a explicar el proceso en el que Alonso Quijano pierde la razón.

“En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros […]” (I, I, 41-42).

Y de nuevo:

“En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo […]” (I, I, 43).

En ambos casos estamos ante declaraciones vertidas por el narrador, es importante reseñarlo una y otra vez, un narrador que no duda en mentir o ironizar a lo largo del relato de los hechos, como cuando habla de la gran ciudad del Toboso (II, VIII, 757), por ejemplo, o en la escena que reproduzco a continuación.

“—He perdido el libro de memoria —respondió Sancho— donde venía carta para Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
Y con esto les contó la pérdida del rucio. Consolole el cura, y díjole que en hallando a su señor él le haría revalidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
—Decildo, Sancho, pues —dijo el barbero—, que después la trasladaremos.
Parose Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie y ya sobre otro, unas veces miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo rato:
—Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda, aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».
—No diría —dijo el barbero— sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
—Así es —dijo Sancho—. Luego, si mal no me acuerdo, proseguía, si mal no me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos ansimesmo la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir otros tres mil disparates” (I, XXVI, 323-324).

Como bien dice Torrente (aunque yo haría extensivo el comentario también a la primera parte de la obra, si bien en menor medida):

“El sistema “loco-bobo” se mantiene también en la segunda parte, pero sustancialmente modificado. No son ya dos adjetivos, sino cuatro, agrupados en parejas: “loco-cuerdo y tonto-discreto”. Cada una de ellas encierra una contradicción, de tal manera que cada adjetivo devora al otro, lo destruye y es destruido por él. Sin embargo, el narrador no los usa para que los lectores se queden con un montón de residuos en las manos, sino porque piensa que con ellos designa mejor y más apropiadamente la realidad de los personajes según su punto de vista. Con lo cual la contradicción de las palabras se traspasa a quienes son a la vez loco-cuerdo y tonto-discreto. (Debe, sin embargo, quedar constancia clara de que esta contradicción es aparente, ya que lo que parece querer designar el narrador es una “alternancia” de situaciones: alguien que actúa, a veces, como loco y, a veces, como cuerdo; y otro alguien que actúa, a veces como bobo, y, a veces, como discreto. A esta interpretación tienden quienes aceptan de antemano la locura patológica, la insania, del personaje, autorizados por la ciencia que les dice que ciertos locos atraviesan momentos lúcidos, etc. Esta cómoda explicación deja, sin embargo, una grave cuestión pendiente: ¿por qué Alonso Quijano, en sus momentos de cordura, “asume” la personalidad de don Quijote y sigue comportándose como tal? Pues la única rectificación es inmediatamente anterior a su muerte y no es, propiamente hablando, una rectificación sino que se aproxima más bien a un acto de arrepentimiento)”. (Torrente, 1984: 35-36).

Don Quijote se nos presenta como un loco, un loco que debe los síntomas de su enfermedad, entre otras cosas, a la mucha lectura de libros de caballerías. Pocos han reparado en el hecho de que antes de darse a la ficción caballeresca, para algunos locura, don Quijote pensó en tomar la pluma.

“Lo que se juzga primordial “es” que Alonso Quijano, “que ya estaba loco”, según el narrador, o, al menos, en trance de “llegar a serlo”, al proponerse completar las aventuras de don Belianís (precisamente la aventura inacabable) tenía que inventarla, sacándola de su caletre, de cabo a rabo. Siendo esto así, ¿es verosímil que creyese luego en su propia invención, que se la propusiese a sí mismo y a su conciencia como histórica? Pues a quien se siente capaz de inventar un relato de caballerías, ¿no se le ocurre que los relatos del mismo género tienen que ser igualmente inventados?” (Torrente, 1984: 49).

Respecto a las causas de la supuesta locura, se vuelve absolutamente fundamental según mis tesis, la segunda parte de la obra en la que don Quijote decide modificar su nombre y su personaje para dar comienzo a una nueva ficción pastoril. No se puede decir ahora que don Quijote leyera obsesivamente novelas pastoriles, en ningún momento se dice nada parecido en la obra. Don Quijote toma este nuevo juego, lo copia, de unos pastores fingidos que deciden darse a la recreación de la Arcadia y que acogen muy favorablemente a don Quijote y a Sancho cuando se cruzan en su camino.
Por otro lado, tenemos también el diagnóstico que del comportamiento de don Quijote nos ofrecen personajes como el del ventero, en la primera parte:

“El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos” (I, III, 63).

Es importante constatar como la locura, sea fingida o real, aparece unida en las manifestaciones de muchos personajes a la cuestión de la impunidad: un loco puede hacer lo que desee; el ventero, por lo menos, así lo cree. Se trata de una creencia sumamente significativa para el análisis de la obra. Como veremos, don Quijote sabe perfectamente cuándo la locura puede funcionar como un eximente -cuando es apresado en la venta por los cuadrilleros en la primera parte- y cuándo sólo cabe la huída -ante la Santa Hermandad y tras liberar a los galeotes-.
De la misma manera, don Quijote es juzgado como loco por sus vecinos:

“De suerte que, cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga” (I, V, 79).

A la misma conclusión, la de la locura, llegan el cura y el barbero, personajes igualmente negativos en la obra.

“Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y aunque ya sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo” (I, XXVI, 322).

No hay que olvidar que estos dos personajes acaban perfectamente integrados en el juego quijotesco y su comportamiento, una vez metidos en él, no puede ser más mezquino. Veamos a continuación los acertados comentarios de Mancing a propósito del episodio en que don Quijote se enfrenta a un cabrero en el último capítulo de la primera parte.

“Y ¿cuál es la actitud de la ilustre compañía que mira esta escena? Veamos: «Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba.»
Ya no existe el menor pretexto altruista de parte de Pero Pérez, Maese Nicolás y los otros. El manteamiento en la venta de Juan Palomeque le dio a Sancho Panza tanta vergüenza porque era un acto muy embrutecedor; los perros se manteaban durante Carnestolendas. El mismo embrutecimiento de don Quijote –el azuzarlo como a un perro- es el colmo de las humillaciones que ha sufrido hasta este momento. Y quienes lo humillan así no son unos arrieros brutales, ni ningún ventero picaresco, ni unos galeotes criminales, sino sus supuestos amigos. Con tales amigos, a don Quijote no le hacen falta enemigos” (Mancing, 1981b: 739).

Amen. Continuemos el análisis de la perspectiva de los personajes: el ama (en II, VII, 739, por ejemplo) y la sobrina también le tienen por loco.
Frente a esta actitud, tenemos las constantes apelaciones de don Quijote a su estado de auto-conciencia:

“—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías” (I, V, 79).

Pero no sólo respecto a su persona, sino también respecto a la realidad:

“—O yo me engaño, o ésta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen deben de ser y son sin duda algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.
—Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquéllos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.
—Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote—, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y diciendo esto se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla —dijo don Quijote.
Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña, más ligero que el mesmo viento.
Sancho Panza, que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él ligítimamente, como despojos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y dieron con él en el suelo; y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto, y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas” (I, VIII, 108-110).

Llegados a este punto, son especialmente interesantes las tesis de Torrente Ballester al respecto. Para este lucidísimo intérprete, don Quijote es plenamente consciente de la realidad que le rodea, lo que es lógico y coherente con la defensa de la hipótesis del juego que él, como ahora yo, lleva a cabo. Ahora bien, Torrente completa su análisis con una explicitación de las reglas que sirven a don Quijote para convertir la realidad circundante en escenario y objeto de sus aventuras, demostrando así que don Quijote conoce perfectamente las circunstancias en las que actúa -“Lo primero que sorprende de este loco es su perfecta comprensión del tipo de realidad que tiene delante y de lo que conviene hacer en cada caso” (Torrente Ballester, 1975/1984: 116)-.
Don Quijote no se estima a sí mismo como a un loco -lo cual podría ser hasta lógico en un comportamiento patológico-:

“¡Váleme Dios –dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante, entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo” (I, XXV, 299).

Pero es que Sancho tampoco le juzga loco, al menos no de una forma concluyente. Sancho cree a don Quijote y desea acompañarle porque, como veremos, y entre otras motivaciones, tiene esperanzas de mejorar socialmente y obtener beneficios siendo escudero de un caballero.

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