Fragmento del libro inédito (no tanto como me gustaría): "Don Quijote de la Mancha: literatura, filosofía y política" (2008) de Violeta Varela Álvarez
¿Qué conclusiones filosóficas pueden extraerse de la lectura del Quijote? ¿Cuáles son las Ideas que pretende asentar Cervantes con la redacción de su obra? ¿Pretende defender el idealismo y la imposición, frente a toda realidad, de unos determinados ideales de verdad, bondad y justicia? ¿Pretende desacreditar estos mismos ideales a través de la ridiculización de los proyectos quijotescos? ¿Acaso quería constatar que la justicia no es un bien de este mundo, como lo prueba el fracaso final del caballero? ¿O, muy al contrario, pretendía mostrar que la justicia sólo es posible a través de las configuraciones reales que constituyen una determinada sociedad en un determinado momento? A esclarecer estas cuestiones voy a dedicar estas reflexiones finales. Deseo adelantar que mi interpretación va a decantarse por responder afirmativamente a la última de las preguntas que formulábamos. Cervantes, a mi juicio, es uno de los primeros autores que mostró la necedad de las doctrinas del deber ser, demostrando con ello una inteligencia y una racionalidad que no habrían de imponerse hasta pasados dos siglos en el panorama filosófico y del pensamiento occidental.
No voy a sostener en estas conclusiones, como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, una interpretación filosófica del Quijote en términos kantianos, por citar un referente querido por la Crítica. Lo que sostengo, muy al contrario, es, como ya he indicado, que la obra de Cervantes supone toda una crítica de las filosofías del deber ser. Don Quijote supone la imposición de un deber ser frente al ser que caracteriza la realidad. Ahora bien, el comportamiento de don Quijote no debería confundirse con patrones de actuación kantianos. Don Quijote supone, efectivamente, la imposición arbitraria de un deber ser, pero su comportamiento no obedece a motivaciones pacifistas, ni a criterios morales, ni siquiera encaja a la perfección con los criterios humanistas. El deber ser de don Quijote no obedece, en principio, a más razón que la que le produce el aburrimiento causado por la sociedad y la realidad en las que le ha tocado vivir. Siguiendo con mi refutación de las interpretaciones del personaje en clave kantiana, debo decir que ningún personaje que afirme que el fin justifica los medios, como indica don Quijote en el contexto episódico de las bodas de Camacho, puede ser considerado kantiano.
“- Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace, y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosas amadas” (Quijote II, XXI: 880-881).
Don Quijote representa el deber ser, es cierto, pero no es un deber ser kantiano, ni mucho menos. Esto que sostengo supone, para el caso de Cervantes como autor, una lucidez intelectual, moral y política sin precedentes en la literatura universal y que no encontrará eco hasta el siglo XIX cuando el kantismo, que consolidó este tipo de filosofías, empiece a estar en el punto de mira. Lo que parece una cuestión sin importancia, supuso una de las mayores revoluciones en el ámbito de la filosofía europea. Las filosofías del deber ser se caracterizarían, principalmente:
- Por su negación y encubrimiento de las dialécticas que efectivamente funcionan en la realidad socio-política. En este punto incurre don Quijote, como hemos visto, en múltiples ocasiones con respecto a Sancho.
- Por su imposición, absolutamente a-contextual, de ciertos parámetros de pensamiento y acción. En esto consiste, ni más ni menos, el juego quijotesco.
- Al ignorar lo que efectivamente está funcionando, estas estrategias de acción suelen causar más daño del que pretenden evitar. Intentan solucionar problemas cuyos patrones de funcionamiento ignoran por completo. Queda claro este punto en el episodio del pastorcillo Andrés.
Son, además, filosofías mezquinas: renuncian a lo que en realidad ocurre y renuncian a los hombres de carne y hueso (los sustituyen por sujetos que encajan en los parámetros de las teorías de la elección racional y fantasías semejantes), y lo hacen porque en el fondo de tan bondadoso kantismo sigue permaneciendo la doctrina del fuste torcido de la humanidad.
Quisiera decirles porque creo que el formalismo es tan peligroso. Tomemos, para seguir con lo dicho, a Kant como ejemplo. Este autor pasa por ser la suma de todas las virtudes en filosofía. Pues bien, Kant es, a mi juicio, que creo poder demostrar, uno de los autores más crueles que la filosofía ha alumbrado. Quienes hablan de la humanidad suelen hacerlo no por bondad, sino para encubrir las enormes diferencias que existen entre unas personas u otras. No hay nada más kantiano que afirmar que merece tanto castigo quien roba pan, porque muere de hambre, como quien malversa cien mil euros. La ley sin excepción. La humanidad sin clases. Lo de siempre, ocultar los verdaderos procesos dialécticos que tienen lugar en nuestras sociedades.
Imponer un deber ser en teoría supone condenar al ser a un callejón sin salida. Esto lo vio Hegel, que atacó con todas sus fuerzas en la Fenomenología del espíritu al derecho de las sombras, a la ley de la Universalidad, en otras palabras, a la moral kantiana. Se trata de filosofías normativas, pero es que las normas definen el juego y vienen dadas por él, no se pueden imponer desde fuera, por muy bonitas que éstas sean. Los formalismos usan la razón para crear fantasías especulativas (olvidan que el sueño de la razón produce monstruos). Pero siempre nos quedarán opciones como las que Cervantes nos ofrece en su obra maestra. Son más crudas y menos complacientes, porque tratan con lo que hay, pero son más útiles. La obra de Cervantes, en este sentido, supone dos lecciones:
- El mundo realmente existente es precario y defectuoso.
- La evasión de la realidad es errónea e imposible o infructífera.
Cervantes ocuparía así un lugar de honor en la historia del pensamiento occidental al poner su obra al servicio de la crítica de idealismos y postulados metafísicos varios. De esta manera, la interpretación erasmista de un Cervantes es imposible, puesto que la reacción erasmista, como vimos en su momento, consistió en una reacción fideísta e idealista frente al materialismo institucional en que se encarnaba el catolicismo. El erasmismo encaja a la perfección en la línea y en los postulados de las filosofías del deber ser.
En la obra de Cervantes aparecen múltiples códigos morales ficticios: el de los pastores, el de don Quijote, las supersticiones del ama y la sobrina, las normas de unos bandoleros mitificados... Creo que podrían distinguirse tres tipos de deber ser en la novela:
I- Dialéctico: el quijotesco, fundamentalmente, en la primera parte de la obra; el de los bandoleros que se encuentran camino a Barcelona en la segunda parte.
Centrándonos ahora en el primer caso, en el deber ser quijotesco, Sancho posee en éste un futuro, sin perjuicio de su clase social:
“Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo y, antes que subiese, se hincó de rodillas delante dél y, asiéndole de la mano, se la besó y le dijo:
—Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que, por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
—Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba” (Quijote I, X, 123-124).
Don Quijote incluso manifiesta que en la moral caballeresca las diferencias sociales se diluyen (I, XI, 131). Don Quijote enuncia un deber ser que se enfrenta directamente con la realidad vigente. Lo que él reivindica y pretende imponer nos dibuja una idea de lo que no existe:
“—Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señora, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta, porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra” (Quijote I, XI, 133-135).
Al modo hesiódico, el mito sirve a la crítica de lo vigente, ya sea la sociedad homérica de raigambre aristocrática o la España Imperial y católica. Vemos que don Quijote atenta contra los valores católicos y hace referencia a la libertad sexual (su perdición nacía de su propio gusto y voluntad) de las mujeres, al igual que Marcela. El discurso de Marcela y el de Don Quijote, pueden ser interpretados como dos reivindicaciones éticas que no encuentran acogida en los códigos morales vigentes, razón por la cual deben sustentarse en códigos inexistentes: el de la caballería y el pastoril. La diferencia es que el deber ser en el que se sitúa Marcela no es dialéctico (Marcela no se enfrenta al mundo), sino paralelo (Marcela se recluye del mundo). Lo veremos.
Otro caso clarísimo de deber ser dialéctico en la obra se encuentra representado, como anuncié, en el personaje del bandolero catalán, Roque.
“Mostraron afligirse los capitanes, entristecióse la señora regenta y no se holgaron nada los peregrinos, viendo la confiscación de sus bienes. Túvolos así un rato suspensos Roque, pero no quiso que pasase adelante su tristeza, que ya se podía conocer a tiro de arcabuz, y volviéndose a los capitanes dijo:
—Vuesas mercedes, señores capitanes, por cortesía, sean servidos de prestarme sesenta escudos, y la señora regenta ochenta, para contentar esta escuadra que me acompaña, porque el abad, de lo que canta yanta, y luego puédense ir su camino libre y desembarazadamente, con un salvoconduto que yo les daré, para que si toparen otras de algunas escuadras mías que tengo divididas por estos contornos, no les hagan daño, que no es mi intención de agraviar a soldados ni a mujer alguna, especialmente a las que son principales.
Infinitas y bien dichas fueron las razones con que los capitanes agradecieron a Roque su cortesía y liberalidad, que por tal la tuvieron, en dejarles su mismo dinero. La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió en ninguna manera, antes le pidió perdón del agravio que le había hecho forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio. Mandó la señora regenta a un criado suyo diese luego los ochenta escudos que le habían repartido, y ya los capitanes habían desembolsado los sesenta. Iban los peregrinos a dar toda su miseria, pero Roque les dijo que se estuviesen quedos, y volviéndose a los suyos, les dijo:
—Destos escudos dos tocan a cada uno, y sobran veinte: los diez se den a estos peregrinos, y los otros diez a este buen escudero, porque pueda decir bien de esta aventura.
Y, trayéndole aderezo de escribir, de que siempre andaba proveído, Roque les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras y, despidiéndose dellos, los dejó ir libres y admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido. Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana:
—Este nuestro capitán más es para frade que para bandolero: si de aquí adelante quisiere mostrarse liberal, séalo con su hacienda y no con la nuestra.
No lo dijo tan paso el desventurado, que dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes, diciéndole:
—Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos” (Quijote II, LX, 1231-1232).
Se trata de una concepción absolutamente ideal e inverosímil de la delincuencia, que aún así no pierde su consideración dialéctica al tratarse de una actividad que se enfrenta al ordenamiento jurídico establecido.
II- Paralelo: es el caso de los pastores fingidos tanto en la primera como en la segunda parte, y el del propio don Quijote en la segunda parte, cuando ya todo el mundo le sigue el juego o cuando resuelve hacerse pastor. Veamos el ejemplo de los pastores que aparecen en la primera parte.
“—Pues sabed —prosiguió el mozo— que murió esta mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
—Por Marcela, dirás —dijo uno.
—Por ésa digo —respondió el cabrero—. […] A todo lo cual responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren, y mañana le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no volver mañana al lugar” (Quijote I, XII, 140-141).
En algunas ocasiones parece que el deber ser que ejercen se torna dialéctico, pero no es así en ningún momento. Veámoslo con detenimiento. Dos casos en los que las posturas de los jóvenes pastores fingidos parecen tomar un cariz conflictivo serían los siguientes:
1 - La postura de Galatea ante el matrimonio.
“Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable, mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir “Quiérote por hermosa: hasme de amar aunque sea feo”. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran: que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar, porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien?” (Quijote I, XIIII, 167-168).
2 - El suicidio de Grisóstomo.
“[…] y es lo bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque, porque, según es fama y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir ni es bien que se cumplan, porque parecen de gentiles” (Quijote I, XII, 140).
Es cierto que el suicidio de Grisóstomo es el reflejo literario de un acto sumamente impío, pero no posee gran trascendencia. En este episodio del Quijote, Cervantes está llevando a la novela, a mi juicio y siguiendo las expertas tesis de Menéndez Pidal, el Romance del pastor desesperado, perteneciente al Romancero viejo. Lo transcribo a continuación:
“Por aquel lirón arriba lindo pastor va llorando; del agua de los sus ojos el gabán lleva mojado. —Buscaréis, ovejas mías, pastor más aventurado, que os lleve a la fuente fría y os caree con su cayado. ¡Adiós, adiós, compañeros, las alegrías de antaño!, si me muero deste mal, no me enterréis en sagrado; no quiero paz de la muerte, pues nunca fui bien amado; enterréisme en prado verde, donde paste mi ganado, con una piedra que diga: «Aquí murió un desdichado; murió del mal del amor, que es un mal desesperado». Ya le entierran al pastor en medio del verde prado, al son de un triste cencerro, que no hay allí campanario. Tres serranitas le lloran al pie del monte serrano; una decía: «Ay mi primo» otra decía: «Ay mi hermano» la más chiquita dellas: «Adiós, lindo enamorado, mal te quise por mi mal, siempre viviré penando»” (Edición de Menéndez Pidal, 1938/1988: 246- 247).
Vemos, pues, que el pastor desesperado se parece muchísimo al Grisóstomo de Cervantes, autor a su vez de una Canción desesperada. No es, en consecuencia, el tema del suicidio la novedad que introduce Cervantes, que en este punto simplemente retoma el tópico del Romancero. Lo novedoso en el Quijote es que se trata de pastores fingidos, gentes acomodadas que deciden entregarse a una ficción. No son los elementos impíos la gran novedad en Cervantes, sino los elementos sociales. El viejo romance lo convierte nuestro genial novelista en una estrategia más para mostrar las absurdas vidas de gentes acomodadas y ociosas.
Ahora bien, ni Marcela ni Grisóstomo se enfrentan al mundo, simplemente se evaden con la muerte o la soledad. Ninguno lucha por imponer su deber ser al resto de la sociedad, sólo don Quijote lo hace. Marcela lo expresa claramente: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos, mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos” (Quijote I, XIIII, 168). Si para ser libre se precisa de una huída de la sociedad para refugiarse en una naturaleza idealizada, entonces no hay libertad que valga. Marcela no logra la libertad, se rinde a la impotencia.
En cuanto al deber ser que aparece reflejado en la segunda parte del Quijote es cierto que, como hemos indicado, se convierte en un mundo paralelo aparte: el caballero de los espejos (en una aventura análoga a lo que podría ser la invención de la princesa Micomicona en la primera parte) es un ejemplo, pero, sobre todo, el mundo paralelo se abrirá paso en el palacio de los duques en Aragón. En ese palacio todo está recreado para que don Quijote viva de la misma manera que en una novela de caballerías y para que Sancho viva las esperanzas que don Quijote le inculcó. Pero lo que será sueño para don Quijote se convertirá en pesadilla para un Sancho que demostrará ser el personaje más digno de la obra. La dialéctica social, en la segunda parte, lo inunda todo, como vimos en los capítulos precedentes.
¿Y qué decir de la realidad paralela que supone que unos asesinos de soldados españoles sean perdonados una vez apresados?
“—Una por una vuestras lágrimas no me dejarán cumplir mi juramento: vivid, hermosa Ana Félix, los años de vida que os tiene determinados el cielo, y lleven la pena de su culpa los insolentes y atrevidos que la cometieron.
Y mandó luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados habían muerto, pero el virrey le pidió encarecidamente no los ahorcase, pues más locura que valentía había sido la suya. Hizo el general lo que el virrey le pedía, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada” (Quijote II, LXIII, 1262).
El Quijote nos presenta multitud de realidades paralelas, algunas de ellas ciertamente hermosas, pero imposibles todas por principio.
III- Analógico y acrítico: se trata de los ejemplos del ama y de la sobrina. El mundo en el que se mueve un personaje como el del Ama supone también un deber ser que causa risa, el de la irracionalidad de las creencias religiosas rebajadas al rango de superstición:
“Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego” (Quijote I, VI, 83).
En el Quijote, el diablo y los encantadores quedan puestos al mismo nivel. De hecho, al poder le interesa mantener ciertas creencias, siempre que no sean molestas. El cura no tendrá ningún inconveniente en seguirle el juego a don Quijote. Además, mientras jueguen con él, el juego estará bajo control.
“Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase —quizá quitando la causa, cesaría el efeto—, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días, se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de una buena pieza preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba bien advertida de lo que había de responder, le dijo:
—¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.
—No era diablo —replicó la sobrina—, sino un encantador que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y, apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado, y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno: sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama que al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se vería. Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón” (Quijote I, VII, 97-98).
De aquí tomará don Quijote –en la acertada tesis de Torrente Ballester- el recurso al encantamiento que él mismo ejercitará en adelante en toda la obra para mantener el engaño frente a Sancho. Al poder le interesa mantener cualquier engaño (Quijote II, XXXIII, 992) que haga permanecer al vulgo en la ignorancia, las molestias comienzan cuando el deber ser lo crea y lo impone dialécticamente un individuo. Aún así, la actitud de don Quijote, por muy dialéctica que sea, no pasa de ser un divertimento, es inocua, -y eso lo sabe Cervantes-, razón por la cual el cura y el barbero siguen el juego a don Quijote más veces de las que se lo discuten [todos los episodios referentes a la princesa Micomicona; la lucha con el cabrero en el último capítulo de la primera parte; el engaño para meter a don Quijote en la jaula; el episodio del esclarecimiento del verdadero estatus del yelmo de Mambrino como tal yelmo]. Los juegos lo dejan todo como está, salvo para aquellos que no pueden permitirse jugar. La víctima auténtica es Sancho, o el muchacho castigado por su amo en el capítulo IV de la primera parte, personajes entre los que se observa una auténtica solidaridad en la obra (Quijote I, XXXI, 399-402):
“Estando en esto, acertó a pasar por allí un muchacho que iba de camino, el cual, poniéndose a mirar con mucha atención a los que en la fuente estaban, de allí a poco arremetió a don Quijote y, abrazándole por las piernas, comenzó a llorar muy de propósito, diciendo:
—¡Ay, señor mío! ¿No me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo Andrés que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado.
Reconocióle don Quijote, y asiéndole por la mano, se volvió a los que allí estaban y dijo:
—Porque vean vuestras mercedes cuán de importancia es haber caballeros andantes en el mundo, que desfagan los tuertos y agravios que en él se hacen por los insolentes y malos hombres que en él viven, sepan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque, oí unos gritos y unas voces muy lastimosas, como de persona afligida y menesterosa. Acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pareció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este muchacho que ahora está delante, de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada. Digo que estaba atado a la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo; y así como yo le vi, le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento; respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía nacían más de ladrón que de simple; a lo cual este niño dijo: “Señor, no me azota sino porque le pido mi salario”. El amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales, aunque de mí fueron oídas, no fueron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo Andrés? ¿No notaste con cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse y notifiqué y quise? Responde, no te turbes ni dudes en nada, di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos.
—Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad —respondió el muchacho—, pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina”.
Por primera vez va a enfrentarse don Quijote con una de las consecuencias de sus acciones. Va a conocer el resultado real y efectivo que obtuvo en uno de los primeros ejercicios de su concepto de Justicia aplicado, esto es importante, al caso de un muchacho que estaba sufriendo un castigo severo y desproporcionado.
“—¿Cómo al revés? —replicó don Quijote—. Luego ¿no te pagó el villano?
—No sólo no me pagó —respondió el muchacho—, pero así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la mesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un Sanbartolomé desollado; y a cada azote que me daba, me decía un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía. Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y, como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.
—El daño estuvo —dijo don Quijote— en irme yo de allí; que no me había de ir hasta dejarte pagado, porque bien debía yo de saber por luengas experiencias que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él vee que no le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena.
—Así es la verdad —dijo Andrés—, pero no aprovechó nada.
—Ahora verás si aprovecha —dijo don Quijote.
Y, diciendo esto, se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.
Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería. Él le respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo que ella respondió que advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya, y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino.
—Así es verdad —respondió don Quijote—, y es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos, señora, decís; que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado”.
Don Quijote pretende salvar su juego frente a una realidad social muy dura: su labor lúdica sirvió para causarle más daño del que ya padecía a un joven inocente. El muchacho no desea más ayudas, le niega a don Quijote el seguir sirviéndole como instrumento para su juego. Le veta la posibilidad de jugar con él.
“—No me creo desos juramentos —dijo Andrés—. Más quisiera tener agora con qué llegar a Sevilla que todas las venganzas del mundo. Déme, si tiene ahí, algo que coma y lleve, y quédese con Dios su merced y todos los caballeros andantes, que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido para conmigo.
Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso, y dándoselo al mozo, le dijo:
—Tomá, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia.
—Pues ¿qué parte os alcanza a vos? —preguntó Andrés.
—Esta parte de queso y pan que os doy —respondió Sancho—, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no; porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura, y aun a otras cosas que se sienten mejor que se dicen.
Andrés asió de su pan y queso y, viendo que nadie le daba otra cosa, abajó su cabeza y tomó el camino en las manos, como suele decirse. Bien es verdad que, al partirse, dijo a don Quijote:
—Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo”.
Ante este veto, la reacción de Sancho será solidaria con Andrés y frente a don Quijote: él sabe perfectamente lo que ha sufrido el muchacho porque él mismo lo sufre y lo seguirá sufriendo en el camino en el que acompaña a su señor. La reacción de don Quijote, en cambio, al ver vetado su entretenimiento lúdico, será violenta.
“Íbase a levantar don Quijote para castigalle, más el se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no reírse, por no acaballe de correr del todo”.
La ruindad que exhiben en este episodio Dorotea y compañía no tiene límites. Los personajes más humildes y en peor situación social y existencial que aparecen en el Quijote no juegan, sino que se creen el juego. Andrés confiará en don Quijote mientras crea que éste realmente pretende ayudarle. Una vez comprobado que sólo se trata de un divertimento se negará a seguir la farsa. Nunca ocurre así, como hemos visto, con los nobles y personajes acomodados que pueblan la obra. En consecuencia, yerra Torrente, a mi juicio, cuando manifiesta que “No obstante, el Quijote se pudo escribir sin Sancho, como se escribió el Protoquijote” (Torrente, "El Quijote como juego", 1984: 87). No es cierto. Una vez más, Torrente se equivoca al ignorar la dialéctica social que está presente en toda la obra. No en vano, en el Protoquijote, esta dialéctica se encuentra personificada en el personaje de Andrés, lo que indica que Cervantes introduce la dialéctica social, que luego ganará estabilidad gracias a la introducción del personaje de Sancho, desde el comienzo de la obra. Así se entienden también mejor las diferencias con el Quijote de Avellaneda, destinado, en mi lectura, a poner en su sitio socialmente a cada personaje. El de Avellaneda percibió la dialéctica social cervantina y pretendió deshacerla restableciendo un orden que, a su juicio, Cervantes jamás debió atreverse a cuestionar. Por eso la segunda parte intensifica esta dialéctica dignificando, hasta límites muy descarados, la nobleza del villano Sancho. Cervantes le viene a decir a Avellaneda: si no quieres taza, ten taza y media. En realidad, el Quijote nos muestra a un hidalgo venido a menos jugando, y todos los restantes señoritos que aparecen en la obra acaban metiéndose en el juego con él. Sólo Sancho, Andrés, y Dorotea, mientras se encontraba deshonrada, no después de encontrar a quien le repare el daño, son personajes humildes que no pueden jugar con la realidad: es demasiado evidente y rotunda. La tragedia de Sancho es que deja que don Quijote le cree esperanzas, y su solución vendrá de manos de Alonso Quijano a la hora de su muerte.
Don Quijote representa la evasión lúdica y violenta de un código moral y jurídico que no le gusta, pero Cervantes nos enseña que la evasión no siempre es posible ni deseable. El deber ser es un refugio, pero son personajes como Sancho los que adquieren auténtica dignidad. Cuando las esperanzas que don Quijote le vendía desaparecen, Sancho volverá a su realidad social y económica sin lamentarse. Su manera de vivir en el mundo resulta ser tan superior que no necesita ficciones para evadirse, aunque a veces la ficción quijotesca le seduzca, y aunque al final, como intento de animar a su señor, esté dispuesto a volver a jugar porque sabe que Alonso Quijano no tiene su misma capacidad para desenvolverse en la realidad. Alonso Quijano no soporta la realidad y Sancho se dará cuenta de que ése es el problema de su señor: prefiere morir antes que vivir como lo hace. Pero el imperativo de realidad de Sancho sí encuentra una recompensa: si don Quijote le dio esperanzas, Alonso Quijano renunciará a su personaje por recompensar a Sancho, dejándole bien dotado en su testamento. Y Sancho, que nunca defrauda a quienes le seguimos, se sentirá un poco más alegre gracias a esta herencia.
“Cerró con esto el testamento y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías” (Quijote II, LXXIIII, 1334).
Alonso Quijano renuncia a su ficción no por la realidad (la última evasión que encontramos en el Quijote es la muerte de su protagonista), sino por la realidad de Sancho. Igual que hizo a Sancho vivir una ficción, ahora don Quijote descenderá de nuevo a la realidad para testar a favor de su fiel escudero. Don Quijote siempre fue el personaje creado por Alonso para jugar. Don Quijote siempre fue un hidalgo muy consciente y muy ingenioso (capaz de abrazar los sacramentos y de arrepentirse de lo que haga falta para poder dar cumplimiento a sus intereses: la mejora económica de Sancho y el fin del juego por el bien de éste), he aquí otro de los motivos para el ambiguo y dialéctico título de la obra, al que ya había hecho referencia y cuya resolución he querido posponer hasta el final del estudio, porque sólo al final del libro puede entenderse el título.
Cervantes nos muestra en el Quijote multitud de mundos ideales, ya dialécticos, ya paralelos, ya analógicos. Mundos algunos de ellos hermosos en los que un militar perdona la vida a unos asustados moros que mataron a dos soldados, o en los que un bandolero muestra un alto sentido de la justicia; pero la realidad se impone y lo que cuenta, al final, es actuar en esa realidad, como actuará al final don Quijote al hacer su testamento. Lo demás vale de poco. Al poder le interesa más un hidalgo que juega a ser caballero que un hidalgo que decide llevar hasta sus últimas consecuencias el juego haciendo beneficiario de su testamento a su escudero. La grandeza del Quijote reside en que la subversión de los roles estamentales comenzará lúdicamente, pero luego se materializará en la realidad vigente. Don Quijote dará finalmente cumplimiento a alguna de las falsas esperanzas que había inculcado a Sancho: ahí reside su valentía, en la materialización de los valores con que jugaba en la vida real. Como se dice en la obra:
“Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras, porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero” (Quijote II, LXII, 1237).
Mientras el narrador enuncia esta máxima, en la obra vemos constantemente el dolor que causan esas burlas a personajes como Sancho. Y cuando la burla acaba, las esperanzas desaparecen:
“Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué decirse ni qué hacerse: parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento” (Quijote II, LXV, 1268).
El juego ha finalizado, pero ha finalizado para comprometerse con la realidad social y económica de uno de sus afectados: Sancho. Sólo al final verá Sancho materializarse una mejora económica. En el cierre de la obra la generosidad triunfará a pesar de condicionamientos estamentales o religiosos. Alonso Quijano sí que se ha ganado ahora el apelativo de “Bueno”, como amigo que responde a la lealtad y el aprecio del que fue su leal compañero de viaje.
La subversión, al fin y al cabo, terminará triunfando en el Quijote gracias al arrepentimiento fingido y racionalmente calculado de Alonso Quijano. El ser aparece en el Quijote como criterio regulador de las acciones. La necesidad y el determinismo requieren, para que la libertad triunfe, del uso de la inteligencia, no de la evasión. He aquí la lección que nos enseñó Cervantes. Aprendida queda.
Datos personales
- Dr Violeta Varela Álvarez
- London, United Kingdom
- Investigadora en el Instituto de Estudios Medievales y Renacentistas de la Universidad de Salamanca y en el Centro de Estudios Clásicos y Humanísticos de la Universidad de Coimbra. Doctora en filosofía por la Universidad de Salamanca (Febrero de 2008). Autora de cinco libros: "Una revolución hacia la nada" (2012), "Don Quijote de la Mancha: literatura, filosofía y política" (2012) "Destino y Libertad en la tragedia griega" (2008), "Contra la teoría literaria feminista" (2007) y "El mito de Prometeo en Hesíodo, Esquilo y Platón: tres imágenes de la Grecia antigua" (2006). Ha publicado varios trabajos en revistas académicas sobre asuntos de literatura, filosofía y teoría literaria. En su carrera investigadora ha trabajado y estudiado en las universidades de Oviedo, Salamanca y Oxford. Fundamentalmente se ha especializado en la identificación y el análisis de las Ideas filosóficas presentes en la obra de numerosos clásicos de la literatura universal, con especial atención a la literatura de la antigüedad greco-latina y la literatura española.
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- "El mito de Prometeo en Hesíodo, Esquilo y Platón: tres imágenes de la Grecia Antigua" (2006)
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- "Don Quijote de la Mancha: Literatura, Filosofía y Política" (2012)
No es que esto sea Ítaca, pero verás que es agradable
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Si amas la literatura y adoras la filosofía, éste puede ser un buen lugar para atracar mientras navegas por la red.
Aquí encontrarás acercamientos críticos de naturaleza filosófica a autores clásicos, ya sean antiguos, modernos o contemporáneos; críticas apasionadas de las corrientes más "totales" del momento: desde la moda de los estudios culturales hasta los intocables estudios "de género" o feministas; investigaciones estrictamente filosóficas sobre diversas Ideas fundamentales y muchas cosas más. Puede que hasta os echéis unas risas, cortesía de algún autor posmoderno.
Ante todo, encontraréis coherencia, pasión, sinceridad y honestidad, antes que corrección política, retóricas complacientes y cinismos e hipocresías de toda clase y condición, pero siempre muy bien disimuladas.
También tenemos la ventaja de que, como el "mercado" suele pasar de estos temas, nos vengamos de él hablando de algunos autores con los que se equivocó, muchísimos, ya que, en su momento, conocieron el fracaso literario o filosófico y el rechazo social en toda su crudeza; y lo conocieron, entre otras cosas, porque fueron autores muy valientes (son los que más merecen la pena). Se merecen, en consecuencia, el homenaje de ser rehabilitados en todo lo que tuvieron de transgresor, algo que, sorprendentemente, en la mayoría de los casos, sigue vigente en la actualidad.
En definitiva, lo que se ofrece aquí es el sitio de alguien que vive para la filosofía y la literatura (aunque, sobre todo en el caso de la filosofía, se haga realmente duro el vivir de ellas) y que desea tratar de ellas con respeto y rigor, pero sin perder la gracia, porque creo que se lo debemos, y si hay algo que una ha aprendido de los griegos es, sin duda, que se debe ser siempre agradecido.
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Ante todo, encontraréis coherencia, pasión, sinceridad y honestidad, antes que corrección política, retóricas complacientes y cinismos e hipocresías de toda clase y condición, pero siempre muy bien disimuladas.
También tenemos la ventaja de que, como el "mercado" suele pasar de estos temas, nos vengamos de él hablando de algunos autores con los que se equivocó, muchísimos, ya que, en su momento, conocieron el fracaso literario o filosófico y el rechazo social en toda su crudeza; y lo conocieron, entre otras cosas, porque fueron autores muy valientes (son los que más merecen la pena). Se merecen, en consecuencia, el homenaje de ser rehabilitados en todo lo que tuvieron de transgresor, algo que, sorprendentemente, en la mayoría de los casos, sigue vigente en la actualidad.
En definitiva, lo que se ofrece aquí es el sitio de alguien que vive para la filosofía y la literatura (aunque, sobre todo en el caso de la filosofía, se haga realmente duro el vivir de ellas) y que desea tratar de ellas con respeto y rigor, pero sin perder la gracia, porque creo que se lo debemos, y si hay algo que una ha aprendido de los griegos es, sin duda, que se debe ser siempre agradecido.
martes, 24 de noviembre de 2009
La cuestión religiosa en Cervantes a través de "El trato de Argel"
Fragmento del libro registrado: "Don Quijote de la Mancha: literatura, filosofía y política" de Violeta Varela Álvarez.
Antes de continuar, es importante que fijemos nuestra atención en otra obra de Cervantes: El trato de Argel. Esta comedia cervantina presenta tres aspectos que la hacen fundamental para las tesis que pretendo defender acerca del Quijote:
1) Supone una negación, punto por punto, de las doctrinas reformistas.
2) Contiene datos esenciales para analizar en profundidad la postura que pudo mantener un Cervantes ante la expulsión de los moriscos.
3) Ejerce, al igual que en los episodios del cautivo y de los moriscos, una defensa del catolicismo español y de su teología de orientación y vocación racionalista.
Conviene, pues, que analice esta comedia en profundidad para justificar razonada y sólidamente mis principales tesis acerca de las Ideas religiosas que pudo mantener Cervantes: su ateísmo, su catolicismo político y su oposición radical a las ideas reformistas que representaba Erasmo.
En El trato de Argel asistimos a una fábula compleja, organizada en cuatro jornadas, que involucra a varias víctimas del cautiverio argelino. Entre estos cautivos destaca un tal Saavedra, que suponemos será rescatado finalmente por el fraile trinitario cuya llegada se anuncia al final de la obra.
Respecto al primer punto que he señalado, la negación del Erasmismo, es fundamental prestar atención al amplio diálogo que mantienen Saavedra y Pedro en la cuarta jornada. Pedro, desesperado por su prolongado cautiverio, ha tomado la decisión de renegar, afirmando que va a ser moro en apariencia y cristiano de corazón. La fe la lleva en el alma y en su conciencia, pero la llave de su libertad está en fingirse moro. Veamos en qué términos se produce la conversación:
SAYAVEDRA: Si tú supieses, Pedro, a dó se estiende
la perfectión de nuestra ley cristiana,
verías cómo en ella se nos manda
que un pecado mortal no se cometa,
aunque se interesase en cometerle
la universal salud de todo el mundo. 235
Pues, ¿cómo quieres tú, por verte libre
de libertad del cuerpo, echar mil hierro[s]
al alma miserable, desdichada,
cometiendo un pecado tan inorme
como es negar a Cristo y a su Iglesia?
PEDRO ¿Dónde se niega Cristo ni su Iglesia?
¿Hay más de retajarse y decir ciertas
palabras de Mahoma, y no otra cosa,
sin que se miente a Cristo ni a sus santos,
ni yo le negaré por todo el mundo,
que acá en mi corazón estará siempre
y Él sólo el corazón quiere del hombre? (El trato de Argel, vv.2179-2196)
La defensa que realiza Pedro de la interioridad de la Fe, de la religión como sentimiento íntimo que se encuentra en el corazón de los hombres, al margen de obras e instituciones, se ajusta perfectamente, uno por uno, a los criterios que defendían Erasmo y los partidarios de la Reforma. Incluso la frecuente apelación a la figura de Cristo, como representante por excelencia de lo que significa el cristianismo, es un indicio más de que en este diálogo Cervantes podría estar contraponiendo las posturas reformistas a la concepción católica. Saavedra habla de ley cristiana, habla de mandatos, contempla la religión como un sistema ordenado que comprende ciertas normas bien establecidas. Las palabras de Saavedra no siguen el mismo camino que la argumentación de Pedro. En este diálogo asistimos a un importante debate teológico que representa las polémicas que se estaban dando en Europa. Veamos el resto del pasaje.
SAYAVEDRA ¿Quieres ver si lo niegas? Está atento.
Fíngete ya vestido a la turquesca,
y que vas por la calle y que yo llego
delante de otros turcos y te digo:
«Sea loado Cristo, amigo Pedro.
¿No sabéis cómo el martes es vigilia
y que manda la Iglesia que ayunemos?»
A esto, dime: ¿qué responderías?
Sin duda que me dieses mil puñadas,
y dijeses que a Cristo no conoces,
ni tienes con su Iglesia cuenta alguna,
porque eres muy buen moro, y que te llamas,
no Pedro, sino Aydar o Mahometo.
PEDRO: Eso haríalo yo, mas no con saña,
sino porque los turcos que lo oyesen
pensasen que, pues dello me pesaba,
que era perfecto moro y no cristiano;
pero acá, en mi intención, cristiano siempre (El trato de Argel, vv. 2197-2214).
Pedro sigue en este punto encarnando a la perfección la postura erasmista: una cosa es la intención, la conciencia del hombre, y otra cosa son las obras, sus actuaciones de cara al público. La primera tendría más peso que las segundas en la argumentación de Pedro.
SAYAVEDRA: ¿No sabes tú que el mismo Cristo dice:
«Aquel que me negare ante los hombres,
de Mí será negado ante mi Padre;
y el que ante ellos a Mí me confesare,
será de Mí ayudado ante el Eterno
Padre mío?» ¿Es prueba ésta bastante
que te convenza y desengañe, amigo,
del engaño en que estás en ser cristiano
con sólo el corazón, como tú dices? (El trato de Argel, vv. 2215-2223).
Y en la contestación de Saavedra vemos cómo Cervantes desacredita punto por punto las argumentaciones erasmistas de Pedro. No se puede ser cristiano sólo en el corazón, ser cristiano es cumplir unos preceptos, aceptar unos dogmas, cumplir ciertas normas de conducta. Ser cristiano es insertarse en una comunidad socialmente compleja y dar cuenta de sus leyes. En el catolicismo, las obras se sitúan siempre por encima de la conciencia.
SAYAVEDRA: ¿Y no sabes también que aquel arrimo / con que el cristiano se levanta al cielo / es la cruz y pasión de Jesucristo, / en cuya muerte nuestra vida vive, / y que el remedio, para que aproveche / a nuestras almas el tesoro inmenso / de su vertida sangre por bien nuestro, / depositado está en la penitencia, / la cual tiene tres partes esenciales, / que la hacen perfecta y acabada: / contrición de corazón la una, / confesión de la boca la segunda, / satisfación de obras la tercera? / Y aquel que contrición dice que tiene, / como algunos cristianos renegados, / y con la boca y con las obras niegan / a Cristo y a sus sanctos, no la llames / aquella contrición, sino un deseo / de salir del pecado; y es tan flojo, / que respectos humanos le detienen / de ejecutar lo que razón le dice; / y así, con esta sombra y aparencia / deste vano deseo, se les pasa / un año y otro, y llega al fin la muerte / a ponerle en perpetua servidumbre / por aquel mismo modo que él pensaba / alcanzar libertad en esta vida. / ¡Oh cuántas cosas puras, excelentes, / verdaderas, sin réplica, sencillas, / te pudiera decir que hacen al caso, / para poder borrar de tu sentido / esta falsa opinión que en él se imprim[e]! / Mas el tiempo y lugar no lo permite.
PEDRO: Bastan las que me has dicho, amigo; bastan, / y bastarán de modo que te juro, / por todo lo que es lícito jurarse, / de seguir tu consejo y no apartarm[e] / del santísimo gremio de la Iglesia, / aunque en la dura esclavitud amarga / acabe mis amargos tristes días.
SAYAVEDRA: Si a ese parecer llegas las obras, / el día llegará, sabroso y dulce, / do tengas libertad; que el cielo sabe / darnos gusto y placer por cien mil vías / ocultas al humano entendimiento; / y así, no es bien ponerse en contingencia / que por sola una senda y un camino / tan áspero, tan malo y trabajoso / nos venga el bien de muchos procurado, / y hasta aquí conseguido de muy pocos.
PEDRO: ¡Mis obras te darán señales ciertas / de mi ar[r]epentimiento y mi mudanza! (El trato de Argel, vv. 2224-2275).
Efectivamente, Pedro se ha convencido: el cristianismo, en su manifestación católica, es cuestión de obras. No es casualidad que Pedro use para mostrar su conformidad con el razonamiento de Saavedra la expresión que destacamos en negrita: la salvación por las obras será una de las marcas distintivas, frente al protestantismo, de la teología católica.
SAYAVEDRA: ¡El cielo te dé fuerzas y te quite
las ocasiones malas que te incitan
a tener tan malvado y ruin propósito!
PEDRO: El mesmo a ti te ayude, cual merece
la sana voluntad con que me enseñas.
Adïós, que es tarde.
SAYAVEDRA: ¡Adiós, amigo! (El trato de Argel, vv. 2276-2281).
Cervantes acaba, por fin, señalando la ruindad y perversidad de los razonamientos que movían a Pedro a hacerse renegado: la ruindad y perversidad del erasmismo y de la Reforma.
¿Y cómo casar las siguientes declaraciones de Saavedra con el pacifismo erasmista?
SAYAVEDRA: Rompeos ya, cielos, y llovednos presto
el librador de nuestra amarga guerra
si ya en el suelo no le tenéis puesto.
Cuando llegué cativo y vi esta tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tantos piratas cubre, acoge y cierra,
no pude al llanto detener el freno,
que, a pesar mío, sin saber lo que era,
me vi el marchito rostro de agua lleno.
Ofrecióse a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlo tuvo
levantada en el aire su bandera,
y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,
pues, movido de envidia de su gloria,
airado entonces más que nunca estuvo.
Estas cosas volviendo en mi memoria,
las lágrimas trujeran a los ojos,
forzados de desgracia tan notoria.
Pero si el alto Cielo en darme enojos
no está con mi ventura conjurado,
y aquí no lleva muerte mis despojos,
cuando me vea en más seguro estado,
o si la suerte o si el favor me ayuda
a verme ante Filipo arrodillado,
mi lengua balbuciente y casi muda
pienso mover en la real presencia,
de adulación y de mentir desnuda,
diciendo: «Alto señor, cuya potencia
sujetas trae las bárbaras naciones
al desabrido yugo de obediencia:
a quien los negros indios con sus dones
reconocen honesto vasallaje,
trayendo el oro acá de sus rincones;
despierte en tu real pecho coraje
la desvergüenza con que una bicoca
aspira de contino a hacerte ultraje (El trato de Argel, vv. 393-428).
En este monólogo Cervantes está apelando a la indignidad del Imperio español que consiente tantas humillaciones y tantos atropellos hechos en la persona de tantos cautivos. Un Imperio que domina América no puede consentir la situación en la que se encuentran tantos de sus súbditos. Cervantes apela claramente a la Guerra y a la capacidad militar de España, como se ve en lo que sigue del parlamento.
SAYAVEDRA: Su gente es mucha, mas su fuerza es poca,
desnuda, mal armada, que no tiene
en su defensa fuerte muro o roca.
Cada uno mira si tu Armada viene,
para dar a los pies el cargo y cura
de conservar la vida que sostiene.
De la esquiva prisión, amarga y dura,
adonde mueren quince mil cristianos,
tienes la llave de su cerradura.
Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,
las rodillas por tierra, sollozando,
cerrados de tormentos inhumanos,
poderoso señor, t'están rogando
vuelvas los ojos de misericordia
a los suyos, que están siempre llorando;
y, pues te deja agora la discordia
que tanto te ha oprimido y fatigado,
y Amor en darte sigue la concordia,
haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado
lo que con tanta audacia y valor tanto
fue por tu amado padre comenzado.
El sólo ver que vas pondrá un espan[to]
en la bárbara gente, que adivino
ya desde aquí su pérdida y quebranto» (El trato de Argel, vv. 429-452).
Cervantes sostiene que el poderío militar español podría fácilmente asolar Argel. Los musulmanes y los turcos son bárbaros a los que hay que combatir, son gentes que, se dice continuamente en las obras teatrales que tratan del cautiverio, desconocen la piedad, la compasión y la justicia. La guerra es el único lenguaje que se puede hablar con ellos, y los españoles cautivos en Argel bien valen ese esfuerzo bélico. En este párrafo Cervantes habla como militar. Como cautivo ha llorado, pero como militar ha estudiado el terreno y ha conocido de primera mano al enemigo, él cree que derrotarlo es factible. Se trata de una potente crítica al Imperio español, si bien el autor sabe que quizás no está entre las conveniencias del Imperio el tomarse esta guerra más en serio. Lo repito, Erasmo creía que a los turcos se les podía ganar convenciéndoles de la verdad de la fe cristiana. No caben mayores divergencias en cuanto a la visión política. En la última parte del monólogo, Cervantes clausura su crítica a la política imperial con expresiones cargadas de ironía.
SAYAVEDRA: ¿Quién duda que el real pecho begnino
no se muestre, oyendo la tristeza
donde están estos míseros contino?
Mas, ¡ay, cómo se muestra la bajeza
de mi tan rudo ingenio, pues pretende
hablar tan bajo ante tan alta alteza!
Mas la ocasión es tal, que me defiende.
Pero a todo silencio poner quiero,
que creo que mi plática te ofende,
y al trabajo he de ir adonde muero (El trato de Argel, vv. 453-462).
De la misma manera, en la comedia El laberinto de amor, encontramos las siguientes declaraciones en boca de Anastasio: “que es como quien predica a los herejes, / en sus vanos errores obstinados” (vv. 688 y 689).
En cuanto al segundo punto que he anunciado, la relevancia de El trato de Argel para la cuestión de la expulsión de los moriscos, no debe pasarse por alto el dato que nos suministra Cervantes en esta tragedia: los moriscos suponían un grave problema político para España, suministraban a sus parientes musulmanes información sobre lo que ocurría en tierras españolas y estas informaciones se traducían en represalias para los cautivos. Todo ello queda muy claro en el episodio en que se asesina salvajemente a un sacerdote cautivo en represalia por el ajusticiamiento en Valencia de un renegado cristiano que comerciaba con la vida de sus compatriotas –un comercio tan duro como nos lo muestra Cervantes en el caso de la familia española que es vendida en la segunda jornada de la obra, uno de los episodios más crueles de todo el teatro cervantino-.
SEBASTIÁN: De una vida que hoy se acaba / para jamás acabarse. / «Ya sabés que aquí en Argel / se supo cómo en Valencia / murió por justa sentencia / un morisco de Sargel; / digo que en Sargel vivía, / puesto que era de Aragón, / y, al olor de su nación, / pasó el perro en Berbería; / y aquí cosario se hizo, / con tan prestas crueles manos, / que con sangre de cristianos / la suya bien satisfizo. / Andando en corso fue preso, / y, como fue conocido, / fue en la Inquisición metido, / do le formaron proceso; / y allí se le averiguó / cómo, siendo batizado, / de Cristo había renegado / y en África se pasó, / y que, por su industria y manos, / traidores tratos esquivos, / habían sido cautivos / más de seiscientos cristianos; / y, como se le probaron / tantas maldades y errores, / los justos inquisidores / al fuego le condenaron. / Súpose del moro acá, / y la muerte que le dieron, / porque luego la escribieron / los moriscos que hay allá. / La triste nueva sabida / de los parientes del muerto, / juran y hacen concierto / de dar al fuego otra vida. / Buscaron luego un cristiano / para pagar este escote, / y halláronle sacerdote, / y de nación valenciano. / […] Queda el cuerpo en la marina, / quemado y apedreado; / el alma el vuelo ha tomado / hacia la región divina. / Queda el moro muy gozoso / del injusto y crudo hecho; / el turco está satisfecho; / el cristiano, temeroso.» / Yo he venido a referiros / lo que no pudistes ver, / si os lo ha dejado entender / mis lágrimas y suspiros (El trato de Argel, v. 489 y ss.).
La historia que relata Sebastián, como tantas de las que pueblan las obras cervantinas que versan sobre el cautiverio, es aterradora, todo un ejemplo de crueldad, ensañamiento e injusticia. Lo importante de este texto es que aquí se muestra cómo los moriscos eran un problema real que acarreaba serias consecuencias a España. Eran personas que tenían familia en los territorios enemigos y que informaban de los sucesos que ocurrían en España. Que el hecho podía ser habitual lo confirman las palabras de Saavedra que transcribo a continuación, en especial las que he destacado en negrita.
SAYAVEDRA: Deja el llanto, amigo, ya;
que no es bien que se haga duelo
por los que se van al cielo,
sino por quien queda acá:
que, aunque parece ofendida
a humanos ojos su suerte,
el acabar con tal muerte
es comenzar mejor vida.
Mide por otro nivel
tu llanto, que no hay paciencia
que las muertes de Valencia
se venguen acá en Argel.
Muéstrase allá la justicia
en castigar la maldad;
muestra acá la crueldad
cuánto puede la injusticia (El trato de Argel, vv. 687-702).
Esto confirma mi juicio: la religión era ante todo una cuestión política para Cervantes. Los moriscos eran un problema político, poco importa aquí si eran cristianos verdaderos o fingidos. Los cautivos sufrían las consecuencias de lo que aquéllos contaban desde España. Cervantes no podía ser neutral en esta cuestión, como estamos viendo en este episodio. Cervantes sabía que la expulsión de los moriscos era una cuestión de Estado, no de Fe.
Por último, encontramos en la obra continuas apelaciones a la religión católica acompañadas de la reivindicación de su racionalidad teológica frente a las supercherías y supersticiones que hacen mella en los musulmanes, como bien se aprecia en el parlamento que ofrece el demonio en la Segunda Jornada.
[DEMONIO]: La fuerza incontrastable de tus versos
y mormurios perversos me han traído
del reino del olvido a obedecerte;
mas, ¡oh mora!, quel verte en esta empresa
infinito me pesa, porque entiendo
que es ir tiempo perdiendo.
FÁTIMA: ¿Por qué causa?
DEMONIO: Pon al conjuro pausa, y al momento
satisfaré tu intento en lo que pides,
si acaso tú te mides y acomodas
a mis palabras todas y consejos.
Todos tus aparejos son en vano,
porque un pecho cristiano, que se ar[r]ima
a Cristo, en poco [esti]ma hechicerías.
Por muy diversas vías te con[v]iene
atraerle a que pene por tu amiga (El trato de Argel, vv. 1476-1490).
De esto encontramos de nuevo una buena muestra en La Gran sultana, comedia en la que el personaje llamado Madrigal juega a partir de la segunda jornada con la irracionalidad musulmana para prolongar su vida haciéndoles creer que puede comprender los augurios que encierran los cantos de los pájaros y que puede enseñar a hablar a un elefante. La racionalidad de la religión católica, de su teología, no puede compararse con la irracionalidad de la religión musulmana o con la irracionalidad reformista, éste parece ser el pensamiento cervantino. El ateísmo consiste en negar la existencia de Dios, lo que no significa que se deba negar la institución, lo que sería imposible, o negar la superioridad filosófica del catolicismo, enemigo de supercherías e irracionalismos varios. La religión, no me cansaré de repetirlo, sólo tiene valor en Cervantes como institución política y considerada en el seno de las dialécticas políticas que involucraban a los diferentes imperios y naciones: el catolicismo frente a la reforma, el cristianismo frente al Islam, Europa frente al Imperio turco. Por eso la inexistente fe cervantina, que tanto se empeñan en demostrar algunos críticos, sólo aparece, es mucha casualidad, en los episodios que incumben al cautiverio y a las guerras de religión. Ni erasmismo, ni fe católica; lo que encontramos en Cervantes es política, política del siglo XVII.
De nuevo estamos, con esta comedia que acabamos de analizar, ante el mismo caso del Quijote: el racionalismo de Cervantes, su incredulidad, callan en los episodios que tienen que ver con el cautiverio. La religión católica vuelve a brillar cuando se la considera como símbolo nacional y frente a la religión islámica. En su teatro se repite el mismo esquema de pensamiento que refleja el Quijote: reconocimiento de la Institución, valoración de la misma considerada desde la dialéctica que enfrentaba a dos imperios y minusvaloración de la creencia. La religión es en Cervantes un símbolo que sólo adquiere sentido en la dialéctica internacional.
Antes de continuar, es importante que fijemos nuestra atención en otra obra de Cervantes: El trato de Argel. Esta comedia cervantina presenta tres aspectos que la hacen fundamental para las tesis que pretendo defender acerca del Quijote:
1) Supone una negación, punto por punto, de las doctrinas reformistas.
2) Contiene datos esenciales para analizar en profundidad la postura que pudo mantener un Cervantes ante la expulsión de los moriscos.
3) Ejerce, al igual que en los episodios del cautivo y de los moriscos, una defensa del catolicismo español y de su teología de orientación y vocación racionalista.
Conviene, pues, que analice esta comedia en profundidad para justificar razonada y sólidamente mis principales tesis acerca de las Ideas religiosas que pudo mantener Cervantes: su ateísmo, su catolicismo político y su oposición radical a las ideas reformistas que representaba Erasmo.
En El trato de Argel asistimos a una fábula compleja, organizada en cuatro jornadas, que involucra a varias víctimas del cautiverio argelino. Entre estos cautivos destaca un tal Saavedra, que suponemos será rescatado finalmente por el fraile trinitario cuya llegada se anuncia al final de la obra.
Respecto al primer punto que he señalado, la negación del Erasmismo, es fundamental prestar atención al amplio diálogo que mantienen Saavedra y Pedro en la cuarta jornada. Pedro, desesperado por su prolongado cautiverio, ha tomado la decisión de renegar, afirmando que va a ser moro en apariencia y cristiano de corazón. La fe la lleva en el alma y en su conciencia, pero la llave de su libertad está en fingirse moro. Veamos en qué términos se produce la conversación:
SAYAVEDRA: Si tú supieses, Pedro, a dó se estiende
la perfectión de nuestra ley cristiana,
verías cómo en ella se nos manda
que un pecado mortal no se cometa,
aunque se interesase en cometerle
la universal salud de todo el mundo. 235
Pues, ¿cómo quieres tú, por verte libre
de libertad del cuerpo, echar mil hierro[s]
al alma miserable, desdichada,
cometiendo un pecado tan inorme
como es negar a Cristo y a su Iglesia?
PEDRO ¿Dónde se niega Cristo ni su Iglesia?
¿Hay más de retajarse y decir ciertas
palabras de Mahoma, y no otra cosa,
sin que se miente a Cristo ni a sus santos,
ni yo le negaré por todo el mundo,
que acá en mi corazón estará siempre
y Él sólo el corazón quiere del hombre? (El trato de Argel, vv.2179-2196)
La defensa que realiza Pedro de la interioridad de la Fe, de la religión como sentimiento íntimo que se encuentra en el corazón de los hombres, al margen de obras e instituciones, se ajusta perfectamente, uno por uno, a los criterios que defendían Erasmo y los partidarios de la Reforma. Incluso la frecuente apelación a la figura de Cristo, como representante por excelencia de lo que significa el cristianismo, es un indicio más de que en este diálogo Cervantes podría estar contraponiendo las posturas reformistas a la concepción católica. Saavedra habla de ley cristiana, habla de mandatos, contempla la religión como un sistema ordenado que comprende ciertas normas bien establecidas. Las palabras de Saavedra no siguen el mismo camino que la argumentación de Pedro. En este diálogo asistimos a un importante debate teológico que representa las polémicas que se estaban dando en Europa. Veamos el resto del pasaje.
SAYAVEDRA ¿Quieres ver si lo niegas? Está atento.
Fíngete ya vestido a la turquesca,
y que vas por la calle y que yo llego
delante de otros turcos y te digo:
«Sea loado Cristo, amigo Pedro.
¿No sabéis cómo el martes es vigilia
y que manda la Iglesia que ayunemos?»
A esto, dime: ¿qué responderías?
Sin duda que me dieses mil puñadas,
y dijeses que a Cristo no conoces,
ni tienes con su Iglesia cuenta alguna,
porque eres muy buen moro, y que te llamas,
no Pedro, sino Aydar o Mahometo.
PEDRO: Eso haríalo yo, mas no con saña,
sino porque los turcos que lo oyesen
pensasen que, pues dello me pesaba,
que era perfecto moro y no cristiano;
pero acá, en mi intención, cristiano siempre (El trato de Argel, vv. 2197-2214).
Pedro sigue en este punto encarnando a la perfección la postura erasmista: una cosa es la intención, la conciencia del hombre, y otra cosa son las obras, sus actuaciones de cara al público. La primera tendría más peso que las segundas en la argumentación de Pedro.
SAYAVEDRA: ¿No sabes tú que el mismo Cristo dice:
«Aquel que me negare ante los hombres,
de Mí será negado ante mi Padre;
y el que ante ellos a Mí me confesare,
será de Mí ayudado ante el Eterno
Padre mío?» ¿Es prueba ésta bastante
que te convenza y desengañe, amigo,
del engaño en que estás en ser cristiano
con sólo el corazón, como tú dices? (El trato de Argel, vv. 2215-2223).
Y en la contestación de Saavedra vemos cómo Cervantes desacredita punto por punto las argumentaciones erasmistas de Pedro. No se puede ser cristiano sólo en el corazón, ser cristiano es cumplir unos preceptos, aceptar unos dogmas, cumplir ciertas normas de conducta. Ser cristiano es insertarse en una comunidad socialmente compleja y dar cuenta de sus leyes. En el catolicismo, las obras se sitúan siempre por encima de la conciencia.
SAYAVEDRA: ¿Y no sabes también que aquel arrimo / con que el cristiano se levanta al cielo / es la cruz y pasión de Jesucristo, / en cuya muerte nuestra vida vive, / y que el remedio, para que aproveche / a nuestras almas el tesoro inmenso / de su vertida sangre por bien nuestro, / depositado está en la penitencia, / la cual tiene tres partes esenciales, / que la hacen perfecta y acabada: / contrición de corazón la una, / confesión de la boca la segunda, / satisfación de obras la tercera? / Y aquel que contrición dice que tiene, / como algunos cristianos renegados, / y con la boca y con las obras niegan / a Cristo y a sus sanctos, no la llames / aquella contrición, sino un deseo / de salir del pecado; y es tan flojo, / que respectos humanos le detienen / de ejecutar lo que razón le dice; / y así, con esta sombra y aparencia / deste vano deseo, se les pasa / un año y otro, y llega al fin la muerte / a ponerle en perpetua servidumbre / por aquel mismo modo que él pensaba / alcanzar libertad en esta vida. / ¡Oh cuántas cosas puras, excelentes, / verdaderas, sin réplica, sencillas, / te pudiera decir que hacen al caso, / para poder borrar de tu sentido / esta falsa opinión que en él se imprim[e]! / Mas el tiempo y lugar no lo permite.
PEDRO: Bastan las que me has dicho, amigo; bastan, / y bastarán de modo que te juro, / por todo lo que es lícito jurarse, / de seguir tu consejo y no apartarm[e] / del santísimo gremio de la Iglesia, / aunque en la dura esclavitud amarga / acabe mis amargos tristes días.
SAYAVEDRA: Si a ese parecer llegas las obras, / el día llegará, sabroso y dulce, / do tengas libertad; que el cielo sabe / darnos gusto y placer por cien mil vías / ocultas al humano entendimiento; / y así, no es bien ponerse en contingencia / que por sola una senda y un camino / tan áspero, tan malo y trabajoso / nos venga el bien de muchos procurado, / y hasta aquí conseguido de muy pocos.
PEDRO: ¡Mis obras te darán señales ciertas / de mi ar[r]epentimiento y mi mudanza! (El trato de Argel, vv. 2224-2275).
Efectivamente, Pedro se ha convencido: el cristianismo, en su manifestación católica, es cuestión de obras. No es casualidad que Pedro use para mostrar su conformidad con el razonamiento de Saavedra la expresión que destacamos en negrita: la salvación por las obras será una de las marcas distintivas, frente al protestantismo, de la teología católica.
SAYAVEDRA: ¡El cielo te dé fuerzas y te quite
las ocasiones malas que te incitan
a tener tan malvado y ruin propósito!
PEDRO: El mesmo a ti te ayude, cual merece
la sana voluntad con que me enseñas.
Adïós, que es tarde.
SAYAVEDRA: ¡Adiós, amigo! (El trato de Argel, vv. 2276-2281).
Cervantes acaba, por fin, señalando la ruindad y perversidad de los razonamientos que movían a Pedro a hacerse renegado: la ruindad y perversidad del erasmismo y de la Reforma.
¿Y cómo casar las siguientes declaraciones de Saavedra con el pacifismo erasmista?
SAYAVEDRA: Rompeos ya, cielos, y llovednos presto
el librador de nuestra amarga guerra
si ya en el suelo no le tenéis puesto.
Cuando llegué cativo y vi esta tierra
tan nombrada en el mundo, que en su seno
tantos piratas cubre, acoge y cierra,
no pude al llanto detener el freno,
que, a pesar mío, sin saber lo que era,
me vi el marchito rostro de agua lleno.
Ofrecióse a mis ojos la ribera
y el monte donde el grande Carlo tuvo
levantada en el aire su bandera,
y el mar que tanto esfuerzo no sostuvo,
pues, movido de envidia de su gloria,
airado entonces más que nunca estuvo.
Estas cosas volviendo en mi memoria,
las lágrimas trujeran a los ojos,
forzados de desgracia tan notoria.
Pero si el alto Cielo en darme enojos
no está con mi ventura conjurado,
y aquí no lleva muerte mis despojos,
cuando me vea en más seguro estado,
o si la suerte o si el favor me ayuda
a verme ante Filipo arrodillado,
mi lengua balbuciente y casi muda
pienso mover en la real presencia,
de adulación y de mentir desnuda,
diciendo: «Alto señor, cuya potencia
sujetas trae las bárbaras naciones
al desabrido yugo de obediencia:
a quien los negros indios con sus dones
reconocen honesto vasallaje,
trayendo el oro acá de sus rincones;
despierte en tu real pecho coraje
la desvergüenza con que una bicoca
aspira de contino a hacerte ultraje (El trato de Argel, vv. 393-428).
En este monólogo Cervantes está apelando a la indignidad del Imperio español que consiente tantas humillaciones y tantos atropellos hechos en la persona de tantos cautivos. Un Imperio que domina América no puede consentir la situación en la que se encuentran tantos de sus súbditos. Cervantes apela claramente a la Guerra y a la capacidad militar de España, como se ve en lo que sigue del parlamento.
SAYAVEDRA: Su gente es mucha, mas su fuerza es poca,
desnuda, mal armada, que no tiene
en su defensa fuerte muro o roca.
Cada uno mira si tu Armada viene,
para dar a los pies el cargo y cura
de conservar la vida que sostiene.
De la esquiva prisión, amarga y dura,
adonde mueren quince mil cristianos,
tienes la llave de su cerradura.
Todos, cual yo, de allá, puestas las manos,
las rodillas por tierra, sollozando,
cerrados de tormentos inhumanos,
poderoso señor, t'están rogando
vuelvas los ojos de misericordia
a los suyos, que están siempre llorando;
y, pues te deja agora la discordia
que tanto te ha oprimido y fatigado,
y Amor en darte sigue la concordia,
haz, ¡oh buen rey!, que sea por ti acabado
lo que con tanta audacia y valor tanto
fue por tu amado padre comenzado.
El sólo ver que vas pondrá un espan[to]
en la bárbara gente, que adivino
ya desde aquí su pérdida y quebranto» (El trato de Argel, vv. 429-452).
Cervantes sostiene que el poderío militar español podría fácilmente asolar Argel. Los musulmanes y los turcos son bárbaros a los que hay que combatir, son gentes que, se dice continuamente en las obras teatrales que tratan del cautiverio, desconocen la piedad, la compasión y la justicia. La guerra es el único lenguaje que se puede hablar con ellos, y los españoles cautivos en Argel bien valen ese esfuerzo bélico. En este párrafo Cervantes habla como militar. Como cautivo ha llorado, pero como militar ha estudiado el terreno y ha conocido de primera mano al enemigo, él cree que derrotarlo es factible. Se trata de una potente crítica al Imperio español, si bien el autor sabe que quizás no está entre las conveniencias del Imperio el tomarse esta guerra más en serio. Lo repito, Erasmo creía que a los turcos se les podía ganar convenciéndoles de la verdad de la fe cristiana. No caben mayores divergencias en cuanto a la visión política. En la última parte del monólogo, Cervantes clausura su crítica a la política imperial con expresiones cargadas de ironía.
SAYAVEDRA: ¿Quién duda que el real pecho begnino
no se muestre, oyendo la tristeza
donde están estos míseros contino?
Mas, ¡ay, cómo se muestra la bajeza
de mi tan rudo ingenio, pues pretende
hablar tan bajo ante tan alta alteza!
Mas la ocasión es tal, que me defiende.
Pero a todo silencio poner quiero,
que creo que mi plática te ofende,
y al trabajo he de ir adonde muero (El trato de Argel, vv. 453-462).
De la misma manera, en la comedia El laberinto de amor, encontramos las siguientes declaraciones en boca de Anastasio: “que es como quien predica a los herejes, / en sus vanos errores obstinados” (vv. 688 y 689).
En cuanto al segundo punto que he anunciado, la relevancia de El trato de Argel para la cuestión de la expulsión de los moriscos, no debe pasarse por alto el dato que nos suministra Cervantes en esta tragedia: los moriscos suponían un grave problema político para España, suministraban a sus parientes musulmanes información sobre lo que ocurría en tierras españolas y estas informaciones se traducían en represalias para los cautivos. Todo ello queda muy claro en el episodio en que se asesina salvajemente a un sacerdote cautivo en represalia por el ajusticiamiento en Valencia de un renegado cristiano que comerciaba con la vida de sus compatriotas –un comercio tan duro como nos lo muestra Cervantes en el caso de la familia española que es vendida en la segunda jornada de la obra, uno de los episodios más crueles de todo el teatro cervantino-.
SEBASTIÁN: De una vida que hoy se acaba / para jamás acabarse. / «Ya sabés que aquí en Argel / se supo cómo en Valencia / murió por justa sentencia / un morisco de Sargel; / digo que en Sargel vivía, / puesto que era de Aragón, / y, al olor de su nación, / pasó el perro en Berbería; / y aquí cosario se hizo, / con tan prestas crueles manos, / que con sangre de cristianos / la suya bien satisfizo. / Andando en corso fue preso, / y, como fue conocido, / fue en la Inquisición metido, / do le formaron proceso; / y allí se le averiguó / cómo, siendo batizado, / de Cristo había renegado / y en África se pasó, / y que, por su industria y manos, / traidores tratos esquivos, / habían sido cautivos / más de seiscientos cristianos; / y, como se le probaron / tantas maldades y errores, / los justos inquisidores / al fuego le condenaron. / Súpose del moro acá, / y la muerte que le dieron, / porque luego la escribieron / los moriscos que hay allá. / La triste nueva sabida / de los parientes del muerto, / juran y hacen concierto / de dar al fuego otra vida. / Buscaron luego un cristiano / para pagar este escote, / y halláronle sacerdote, / y de nación valenciano. / […] Queda el cuerpo en la marina, / quemado y apedreado; / el alma el vuelo ha tomado / hacia la región divina. / Queda el moro muy gozoso / del injusto y crudo hecho; / el turco está satisfecho; / el cristiano, temeroso.» / Yo he venido a referiros / lo que no pudistes ver, / si os lo ha dejado entender / mis lágrimas y suspiros (El trato de Argel, v. 489 y ss.).
La historia que relata Sebastián, como tantas de las que pueblan las obras cervantinas que versan sobre el cautiverio, es aterradora, todo un ejemplo de crueldad, ensañamiento e injusticia. Lo importante de este texto es que aquí se muestra cómo los moriscos eran un problema real que acarreaba serias consecuencias a España. Eran personas que tenían familia en los territorios enemigos y que informaban de los sucesos que ocurrían en España. Que el hecho podía ser habitual lo confirman las palabras de Saavedra que transcribo a continuación, en especial las que he destacado en negrita.
SAYAVEDRA: Deja el llanto, amigo, ya;
que no es bien que se haga duelo
por los que se van al cielo,
sino por quien queda acá:
que, aunque parece ofendida
a humanos ojos su suerte,
el acabar con tal muerte
es comenzar mejor vida.
Mide por otro nivel
tu llanto, que no hay paciencia
que las muertes de Valencia
se venguen acá en Argel.
Muéstrase allá la justicia
en castigar la maldad;
muestra acá la crueldad
cuánto puede la injusticia (El trato de Argel, vv. 687-702).
Esto confirma mi juicio: la religión era ante todo una cuestión política para Cervantes. Los moriscos eran un problema político, poco importa aquí si eran cristianos verdaderos o fingidos. Los cautivos sufrían las consecuencias de lo que aquéllos contaban desde España. Cervantes no podía ser neutral en esta cuestión, como estamos viendo en este episodio. Cervantes sabía que la expulsión de los moriscos era una cuestión de Estado, no de Fe.
Por último, encontramos en la obra continuas apelaciones a la religión católica acompañadas de la reivindicación de su racionalidad teológica frente a las supercherías y supersticiones que hacen mella en los musulmanes, como bien se aprecia en el parlamento que ofrece el demonio en la Segunda Jornada.
[DEMONIO]: La fuerza incontrastable de tus versos
y mormurios perversos me han traído
del reino del olvido a obedecerte;
mas, ¡oh mora!, quel verte en esta empresa
infinito me pesa, porque entiendo
que es ir tiempo perdiendo.
FÁTIMA: ¿Por qué causa?
DEMONIO: Pon al conjuro pausa, y al momento
satisfaré tu intento en lo que pides,
si acaso tú te mides y acomodas
a mis palabras todas y consejos.
Todos tus aparejos son en vano,
porque un pecho cristiano, que se ar[r]ima
a Cristo, en poco [esti]ma hechicerías.
Por muy diversas vías te con[v]iene
atraerle a que pene por tu amiga (El trato de Argel, vv. 1476-1490).
De esto encontramos de nuevo una buena muestra en La Gran sultana, comedia en la que el personaje llamado Madrigal juega a partir de la segunda jornada con la irracionalidad musulmana para prolongar su vida haciéndoles creer que puede comprender los augurios que encierran los cantos de los pájaros y que puede enseñar a hablar a un elefante. La racionalidad de la religión católica, de su teología, no puede compararse con la irracionalidad de la religión musulmana o con la irracionalidad reformista, éste parece ser el pensamiento cervantino. El ateísmo consiste en negar la existencia de Dios, lo que no significa que se deba negar la institución, lo que sería imposible, o negar la superioridad filosófica del catolicismo, enemigo de supercherías e irracionalismos varios. La religión, no me cansaré de repetirlo, sólo tiene valor en Cervantes como institución política y considerada en el seno de las dialécticas políticas que involucraban a los diferentes imperios y naciones: el catolicismo frente a la reforma, el cristianismo frente al Islam, Europa frente al Imperio turco. Por eso la inexistente fe cervantina, que tanto se empeñan en demostrar algunos críticos, sólo aparece, es mucha casualidad, en los episodios que incumben al cautiverio y a las guerras de religión. Ni erasmismo, ni fe católica; lo que encontramos en Cervantes es política, política del siglo XVII.
De nuevo estamos, con esta comedia que acabamos de analizar, ante el mismo caso del Quijote: el racionalismo de Cervantes, su incredulidad, callan en los episodios que tienen que ver con el cautiverio. La religión católica vuelve a brillar cuando se la considera como símbolo nacional y frente a la religión islámica. En su teatro se repite el mismo esquema de pensamiento que refleja el Quijote: reconocimiento de la Institución, valoración de la misma considerada desde la dialéctica que enfrentaba a dos imperios y minusvaloración de la creencia. La religión es en Cervantes un símbolo que sólo adquiere sentido en la dialéctica internacional.
martes, 17 de noviembre de 2009
Dios murió hace siglos, con permiso de Nietzsche
Parece tentador, si tenemos en cuenta las tesis de muchos autores, el reducir la literatura griega a una cuestión meramente teológica, profundamente relacionada con la divinidad y su existencia. Quizás así todo cuadrase en una concepción de la literatura que iría ganando terreno a los dioses hasta situarse en un espacio puramente humano y totalmente secularizado, una visión muy posmoderna. Ahora bien, los textos no avalan esta tesis. Lo más adecuado, llegados a este punto, es echar un vistazo a la literatura griega clásica. Empecemos pues.
- Homero. Dejando aquí cuestiones filológicas acerca de la autoría, el poeta a quien se atribuyen la “Ilíada” y la “Odisea”, situó la literatura al servicio de los asuntos humanos, y la consagró a preocupaciones y gestas muy humanas también. Los héroes de Homero son hombres elevados a alturas ideales, pero hombres al fin y al cabo. Sus protagonistas son ejemplos de lo mejor y lo peor del género humano: desmedidos en su soberbia, piadosos en grado sumo, fuertes, casi divinos, pero mortales. Si situamos a los héroes homéricos en el espacio de la divinidad, todo el sentido trágico de la Ilíada y el afán de Odiseo por volver a Ítaca quedan reducidos a la nada. ¿Qué debe temer Andrómana si su marido es un dios?; ¿a qué vienen las pesimistas palabras de Aquiles acerca de la condición humana si él no lo es?; ¿por qué llorar y vengar a un pobre mortal como Patroclo?; ¿por qué tanta preocupación por un cadáver como el de Héctor?; ¿a qué vienen las lágrimas de Príamo por los hijos muertos en la guerra? Y si nos centramos en la Odisea, ¿dónde dejar el episodio de Calipso?, ¿dónde el de Circe? Odiseo es el héroe por excelencia en la reivindicación de lo humano: acepta la protección de Atenea y la ayuda de los dioses, pero no desea ser un dios, huye de la divinidad y desea vivir una vida finita junto a Penélope, ¿cómo explicar esto? Es imposible entender la literatura griega si la encasillamos en una especie de teología simplificadora. Todas sus enseñanzas, Ideas y contenidos se desvanecen si adoptamos este punto de vista y, además, es imposible sostenerlo con los textos en la mano.
- Vayamos ahora a los trágicos. Aquí el panorama es sumamente complejo y toda visión de conjunto sobre la religión queda desautorizada. Esquilo nos presenta un panorama religioso muy complicado en el que se entremezcla la dialéctica que enfrenta a la religión olímpica con los cultos tradicionales de naturaleza fundamentalmente agraria. Sófocles supone una reacción contra Esquilo. Su ciclo tebano puede entenderse, y así lo he defendido yo, como una anti- Orestíada. Su obra desautoriza los cambios teológicos y políticos que introdujera Esquilo. Si éste reduce a las Erinis a Euménides, Sófocles las rehabilita; si Esquilo disculpa los delitos de sangre que son fruto de una lógica militar, Sófocles los condena; Si Esquilo afirma la libertad humana, Sófocles la anula. Sófocles es un fideísta, pero a pesar de todo, sus dioses y sus razones poco tienen que ver con las del pueblo griego y sí mucho con las de un filósofo como Heráclito. La teología de Sófocles se aleja mucho de la mitología griega. Y qué decir de Eurípides. Considerado un ateo por muchos de sus conciudadanos, sus obras siguen despertando agrias polémicas en torno a la cuestión religiosa: ¿supone las “Bacantes” una conversión?, ¿se trata quizá del testamento intelectual del viejo Eurípides que exiliado y sin conocer grandes éxitos en su carrera nos presenta la historia de un racionalista que acaba hecho pedazos por las seguidoras del culto de Dioniso (que son además de su propia sangre)? En Eurípides, la divinidad está presente en mayor o menor medida en sus obras, pero nunca es una presencia feliz: los dioses aparecen vituperados por los hombres; son crueles, irracionales e infantiles; sus comportamientos son vergonzosos, antes que ejemplares. Los hombres, en Eurípides, adquieren una grandeza que gana muchísimo si la consideramos en relación a los dioses. La amistad humana supera moralmente a cualquier comportamiento divino (véase el “Heracles loco”). El espacio de los hombres, de lo humano, en Eurípides, se construye en dialéctica con el espacio de la divinidad, como en los otros trágicos y en Homero, pero es que en Eurípides los hombres ganan. Una maga legendaria como Medea se convierte en la obra del gran trágico en una madre extranjera y abandonada que se enfrenta a una situación trágica: la ausencia de salidas políticas y de derechos civiles. “Medea” es la gran reflexión política de Eurípides sobre aquellos a quienes la pólis griega dejaba abandonados y excluidos. Eurípides conoció a los sofistas y compartió con ellos muchas inquietudes: la ley, la justicia, la retórica, la divinidad, la naturaleza humana… Se le atribuyeron tradicionalmente las obras de uno de los más irreverentes ateístas griegos: Critias.Con él, la tragedia llegó a matar a los mitos y a los dioses. El último de los grandes de la tragedia ática retomó el camino donde lo había dejado Esquilo y lo llevó hasta sus últimas consecuencias. A Esquilo le preocupaban la política y, en relación con ella, la teología; a Sófocles le preocupaba una teología que estaba siendo barrida y anulada por la política que se impuso en la época de la democracia radical y de los sofistas; a Eurípides le preocupaba la política, una política que poseía la llave de la seguridad personal y que la otorgaba encarnada en una serie de derechos civiles (articulados en torno al derecho de ciudadanía) de muy difícil acceso.
No puede decirse que la literatura griega se desarrolla en un contexto teológico o absolutamente divinizado. Afirmar tal cosa supone negar las dialécticas presentes en Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, etc. No me cansaré de decirlo, si se quiere empezar a abarcar las Ideas presentes en la literatura griega hay que comenzar por establecer discriminaciones entre cada uno de los autores, pero si se desea buscar alguna característica común a todos ellos esa sólo puede ser la dialéctica, nunca la religión o el estatuto divino de los héroes.
Cierto es que es común a todos los trágicos el uso de la mitología. Ninguno de los tres grandes trágicos mató los mitos –ni siquiera Platón lo hizo o quiso hacerlo-, pero sí los usaron para expresar Ideas muy distintas y terriblemente críticas y demoledoras. No es el mito un producto irracional, y si no se convencen, lean la República de Platón y sabrán de qué estamos hablando: el Mito era una historia que servía para legitimar o criticar una determinada visión del mundo de naturaleza política y socio-económica. En el libro tercero de su “República”, Platón expone como nadie la función de los mitos: son construcciones que manipulan la tradición oral de una determinada sociedad para lograr expresar unas ideas muy determinadas que, y esto también está claro en Platón, son fundamentalmente políticas. En el caso de lo trágicos, estos acudieron a la tradición mitológica aristocrática para tematizar los problemas políticos surgidos con la pólis, un orden estatal totalmente nuevo que requirió de cambios fundamentales en los niveles social y religioso (esto se ve magistralmente en la Orestíada). Mientras Sófocles usó la tragedia para recuperar la dignidad aristocrática que la democracia estaba pisoteando, Esquilo y Eurípides la usaron para reflexionar crítica y dialécticamente –sobre todo Eurípides- acerca de los profundos cambios que la sociedad ateniense estaba experimentando. Los Mitos pusieron los personajes y las historias; los autores lo manipulaban y construían con ello sus propias ideas. Sólo a través de los mitos las enseñanzas podían llegar sin problemas a un pueblo en su mayoría analfabeto. Platón también lo comprendió muy bien. Comprendió que la educación estaba en los teatros y construyó mitos con muy diversos fines (nada nobles algunos de ellos, todo hay que decirlo). Los mitos son relatos manipulables que ofrecen la ventaja de que son conocidos y sabidos por el público al que se dirige el autor. ¿Cuál no sería la sorpresa del público ateniense ante una Medea tan humanizada y homicida de sus propios hijos (el motivo del infanticidio, posiblemente, es una novedad que se debe a Eurípides)? Eurípides usa los mitos contra la propia mitología, destruye el discurso mitológico desde dentro. El uso del Mito en algunos autores es únicamente un artificio que se desarrollará en la fábula hasta llegar a la impiedad. Lo mismo ocurre con Platón. Esquilo no andaría lejos. Cuando una creencia religiosa, como lo podía ser el mito, comienza a ser objeto de manipulación literaria ya no estamos ante un fenómeno religioso, sino ante el Mito como vehículo de transmisión de Ideas que en cada caso requerirán de un análisis específico. Esas Ideas no pueden ser obviadas y entre ellas brilla con especial intensidad la Idea de Libertad -tanto en Homero como en Esquilo y Eurípides-, Idea humana por excelencia que requiere tratar con el mundo y con otros hombres. Cuando la libertad se abre camino la muerte de los dioses se vuelve inevitable.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
- Homero. Dejando aquí cuestiones filológicas acerca de la autoría, el poeta a quien se atribuyen la “Ilíada” y la “Odisea”, situó la literatura al servicio de los asuntos humanos, y la consagró a preocupaciones y gestas muy humanas también. Los héroes de Homero son hombres elevados a alturas ideales, pero hombres al fin y al cabo. Sus protagonistas son ejemplos de lo mejor y lo peor del género humano: desmedidos en su soberbia, piadosos en grado sumo, fuertes, casi divinos, pero mortales. Si situamos a los héroes homéricos en el espacio de la divinidad, todo el sentido trágico de la Ilíada y el afán de Odiseo por volver a Ítaca quedan reducidos a la nada. ¿Qué debe temer Andrómana si su marido es un dios?; ¿a qué vienen las pesimistas palabras de Aquiles acerca de la condición humana si él no lo es?; ¿por qué llorar y vengar a un pobre mortal como Patroclo?; ¿por qué tanta preocupación por un cadáver como el de Héctor?; ¿a qué vienen las lágrimas de Príamo por los hijos muertos en la guerra? Y si nos centramos en la Odisea, ¿dónde dejar el episodio de Calipso?, ¿dónde el de Circe? Odiseo es el héroe por excelencia en la reivindicación de lo humano: acepta la protección de Atenea y la ayuda de los dioses, pero no desea ser un dios, huye de la divinidad y desea vivir una vida finita junto a Penélope, ¿cómo explicar esto? Es imposible entender la literatura griega si la encasillamos en una especie de teología simplificadora. Todas sus enseñanzas, Ideas y contenidos se desvanecen si adoptamos este punto de vista y, además, es imposible sostenerlo con los textos en la mano.
- Vayamos ahora a los trágicos. Aquí el panorama es sumamente complejo y toda visión de conjunto sobre la religión queda desautorizada. Esquilo nos presenta un panorama religioso muy complicado en el que se entremezcla la dialéctica que enfrenta a la religión olímpica con los cultos tradicionales de naturaleza fundamentalmente agraria. Sófocles supone una reacción contra Esquilo. Su ciclo tebano puede entenderse, y así lo he defendido yo, como una anti- Orestíada. Su obra desautoriza los cambios teológicos y políticos que introdujera Esquilo. Si éste reduce a las Erinis a Euménides, Sófocles las rehabilita; si Esquilo disculpa los delitos de sangre que son fruto de una lógica militar, Sófocles los condena; Si Esquilo afirma la libertad humana, Sófocles la anula. Sófocles es un fideísta, pero a pesar de todo, sus dioses y sus razones poco tienen que ver con las del pueblo griego y sí mucho con las de un filósofo como Heráclito. La teología de Sófocles se aleja mucho de la mitología griega. Y qué decir de Eurípides. Considerado un ateo por muchos de sus conciudadanos, sus obras siguen despertando agrias polémicas en torno a la cuestión religiosa: ¿supone las “Bacantes” una conversión?, ¿se trata quizá del testamento intelectual del viejo Eurípides que exiliado y sin conocer grandes éxitos en su carrera nos presenta la historia de un racionalista que acaba hecho pedazos por las seguidoras del culto de Dioniso (que son además de su propia sangre)? En Eurípides, la divinidad está presente en mayor o menor medida en sus obras, pero nunca es una presencia feliz: los dioses aparecen vituperados por los hombres; son crueles, irracionales e infantiles; sus comportamientos son vergonzosos, antes que ejemplares. Los hombres, en Eurípides, adquieren una grandeza que gana muchísimo si la consideramos en relación a los dioses. La amistad humana supera moralmente a cualquier comportamiento divino (véase el “Heracles loco”). El espacio de los hombres, de lo humano, en Eurípides, se construye en dialéctica con el espacio de la divinidad, como en los otros trágicos y en Homero, pero es que en Eurípides los hombres ganan. Una maga legendaria como Medea se convierte en la obra del gran trágico en una madre extranjera y abandonada que se enfrenta a una situación trágica: la ausencia de salidas políticas y de derechos civiles. “Medea” es la gran reflexión política de Eurípides sobre aquellos a quienes la pólis griega dejaba abandonados y excluidos. Eurípides conoció a los sofistas y compartió con ellos muchas inquietudes: la ley, la justicia, la retórica, la divinidad, la naturaleza humana… Se le atribuyeron tradicionalmente las obras de uno de los más irreverentes ateístas griegos: Critias.Con él, la tragedia llegó a matar a los mitos y a los dioses. El último de los grandes de la tragedia ática retomó el camino donde lo había dejado Esquilo y lo llevó hasta sus últimas consecuencias. A Esquilo le preocupaban la política y, en relación con ella, la teología; a Sófocles le preocupaba una teología que estaba siendo barrida y anulada por la política que se impuso en la época de la democracia radical y de los sofistas; a Eurípides le preocupaba la política, una política que poseía la llave de la seguridad personal y que la otorgaba encarnada en una serie de derechos civiles (articulados en torno al derecho de ciudadanía) de muy difícil acceso.
No puede decirse que la literatura griega se desarrolla en un contexto teológico o absolutamente divinizado. Afirmar tal cosa supone negar las dialécticas presentes en Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, etc. No me cansaré de decirlo, si se quiere empezar a abarcar las Ideas presentes en la literatura griega hay que comenzar por establecer discriminaciones entre cada uno de los autores, pero si se desea buscar alguna característica común a todos ellos esa sólo puede ser la dialéctica, nunca la religión o el estatuto divino de los héroes.
Cierto es que es común a todos los trágicos el uso de la mitología. Ninguno de los tres grandes trágicos mató los mitos –ni siquiera Platón lo hizo o quiso hacerlo-, pero sí los usaron para expresar Ideas muy distintas y terriblemente críticas y demoledoras. No es el mito un producto irracional, y si no se convencen, lean la República de Platón y sabrán de qué estamos hablando: el Mito era una historia que servía para legitimar o criticar una determinada visión del mundo de naturaleza política y socio-económica. En el libro tercero de su “República”, Platón expone como nadie la función de los mitos: son construcciones que manipulan la tradición oral de una determinada sociedad para lograr expresar unas ideas muy determinadas que, y esto también está claro en Platón, son fundamentalmente políticas. En el caso de lo trágicos, estos acudieron a la tradición mitológica aristocrática para tematizar los problemas políticos surgidos con la pólis, un orden estatal totalmente nuevo que requirió de cambios fundamentales en los niveles social y religioso (esto se ve magistralmente en la Orestíada). Mientras Sófocles usó la tragedia para recuperar la dignidad aristocrática que la democracia estaba pisoteando, Esquilo y Eurípides la usaron para reflexionar crítica y dialécticamente –sobre todo Eurípides- acerca de los profundos cambios que la sociedad ateniense estaba experimentando. Los Mitos pusieron los personajes y las historias; los autores lo manipulaban y construían con ello sus propias ideas. Sólo a través de los mitos las enseñanzas podían llegar sin problemas a un pueblo en su mayoría analfabeto. Platón también lo comprendió muy bien. Comprendió que la educación estaba en los teatros y construyó mitos con muy diversos fines (nada nobles algunos de ellos, todo hay que decirlo). Los mitos son relatos manipulables que ofrecen la ventaja de que son conocidos y sabidos por el público al que se dirige el autor. ¿Cuál no sería la sorpresa del público ateniense ante una Medea tan humanizada y homicida de sus propios hijos (el motivo del infanticidio, posiblemente, es una novedad que se debe a Eurípides)? Eurípides usa los mitos contra la propia mitología, destruye el discurso mitológico desde dentro. El uso del Mito en algunos autores es únicamente un artificio que se desarrollará en la fábula hasta llegar a la impiedad. Lo mismo ocurre con Platón. Esquilo no andaría lejos. Cuando una creencia religiosa, como lo podía ser el mito, comienza a ser objeto de manipulación literaria ya no estamos ante un fenómeno religioso, sino ante el Mito como vehículo de transmisión de Ideas que en cada caso requerirán de un análisis específico. Esas Ideas no pueden ser obviadas y entre ellas brilla con especial intensidad la Idea de Libertad -tanto en Homero como en Esquilo y Eurípides-, Idea humana por excelencia que requiere tratar con el mundo y con otros hombres. Cuando la libertad se abre camino la muerte de los dioses se vuelve inevitable.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
Foucault y la definición de la literatura
En su texto De lenguaje y literatura, Foucault acometerá la empresa de intentar dar una definición de literatura.
“La paradoja de la obra es precisamente ésta: que sólo es literatura en el instante mismo de su comienzo, desde su primera frase, desde la página en blanco, y, a decir verdad, no es realmente literatura sino en la medida en que la página permanece en blanco, en tanto que sobre esta superficie no ha sido escrito nada aún; ¿qué es lo que hace que la literatura sea literatura?, que es lo que hace que el lenguaje que está escrito ahí sobre un libro sea literatura? Es esa especie de ritual previo que traza en las palabras su espacio de consagración” (Foucault, 2005: 438).
En esta definición de la literatura asistimos a un ejercicio de irracionalismo psicologista en grado sumo: literatura sería aquello que se encuentra en la cabeza del artista-creador y que es previo a toda materialización. No cabe metafísica mayor que la sostenida por los postmodernos, al lado de los cuales Santo Tomás podría pasar por un ateo con hábitos. La literatura es la nada, tal es lo que podemos sacar en conclusión de las palabras de Foucault que estamos analizando. Es la psicología inefable de quien desea escribirla (por supuesto, si la literatura nunca se llega a materializar, el autor de literatura, como sumo sacerdote de la palabra no materializada, viene definido por su propio psicologismo y su propio voluntarismo).
“Por consiguiente, desde que la página en blanco comienza a rellenarse, desde que las palabras comienzan a transcribirse en esta superficie que es todavía virgen, en ese momento cada palabra es en cierto modo absolutamente decepcionante en relación a la literatura, porque no hay ninguna palabra que pertenezca por esencia, por derecho de naturaleza a la literatura. […] la literatura es esa especie de doble que se pasea ante la obra, la obra no la reconoce nunca, la cruza, no obstante, sin detenerse, pero, justamente, carece siempre de ese momento de pánico que se encuentra en Dostoievski. En la literatura, no hay nunca encuentro absoluto entre la obra real y la literatura en carne y hueso. […] Me parece que la literatura, el se mismo de la literatura, si se la interroga sobre lo que es, sobre su ser mismo, sólo podría responder una cosa: que no hay ser de la literatura, que hay sencillamente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la literatura” (Foucault, 2005: 442, 443).
Ya nos lo había dicho anteriormente: la literatura no es nada. Ahora Foucault da un paso más: si la literatura no es nada, las obras literarias son menos que nada, pues son simulacros de la nada absoluta. Así quizás se entiendan mejor las afirmaciones de muchos postmodernos y feministas cuando analizan una obra literaria. Si estamos tratando de simulacros de la nada, ¿cómo va a exigírseles rigor ni seriedad en los análisis? Sobre el no-ser no se puede articular discurso alguno con sentido.
“Así pues, si tenemos que caracterizar qué es la literatura, se encontraría la figura negativa de la transgresión y de lo prohibido, simbolizada por Sade, la figura de la machaconería, la imagen del hombre que desciende a la tumba con un crucifijo en la mano, ese hombre que sólo ha escrito “ultratumba”; finalmente, pues, encontramos la figura de la muerte simbolizada por Chateaubriand, y después encontramos la figura del simulacro” (Foucault, 2005: 444).
Ahora Foucault matiza. Tres son las notas que caracterizan la literatura: la transgresión, la machaconería de la biblioteca y el simulacro. Lo que se está queriendo decir aquí es que si la literatura consiste en unas obras que son simulacro de la nada, entonces adquiere su máxima realización en dos tipos de escritos: aquellos que son conscientes de que su lenguaje es una profanación de la literatura como ser ideal inexistente (Sade), y aquellos que son conscientes de que lo más parecido que tenemos a la literatura, lo más cerca que podemos estar de ella, está representado en esas legiones de libros que suponen su realización ficticia y su tumba (Chateubriand). Es importante no olvidar que para aceptar estas tesis, antes tenemos que admitir esa definición de la literatura como nada mítica y mística y de las obras literarias como simulacros y farsas de esa nada.
“Tal vez se podría decir, para resumir todo esto, que la obra de lenguaje, en la época clásica, no era verdaderamente literatura. ¿Por qué no se puede decir que Jacques el fatalista, o Cervantes, por qué no decir que Racine, o Corneille, o Eurípides son literatura, salvo naturalmente para nosotros, en la medida en que lo integramos en nuestro propio lenguaje? […] Me parece que cabría decir lo siguiente; lo que sucede es que, en la época clásica, en cualquier caso antes de finales del XVIII, toda obra existía en función de cierto lenguaje mudo y primitivo que ella estaría encargada de restituir. […] Este lenguaje mudo, lenguaje anterior a los lenguajes, era la palabra de Dios, era la verdad, era el modelo, eran los clásicos, era la Biblia, dándole a la palabra misma “biblia” su sentido absoluto, es decir, su sentido común. Había una especie de libro previo, que era la verdad, que era la naturaleza, que era la palabra de Dios, y que, en cierto modo, ocultaba en él y pronunciaba al mismo tiempo toda la verdad. […] Dicho de otro modo: entre un lenguaje charlatán, que no decía nada, y un lenguaje absoluto, que lo decía todo, pero no mostraba nada, era preciso que hubiera un lenguaje intermedio, lenguaje intermedio que llevaba de nuevo del lenguaje charlatán al lenguaje mudo de la naturaleza y de Dios, y era precisamente el lenguaje literario” (Foucault, 2005: 447).
La literatura ha sido reducida por Foucault a las obras aparecidas, fundamentalmente, a partir del siglo XIX. Todo lo anterior no puede ser calificado de literatura. La verdad es que esta afirmación tan radical no encuentra ningún apoyo ni en la obra de Foucault que, para variar, no logra demostrar lo que tan brillantemente deja caer cual bomba interpretativa, ni en la historia de la literatura, una historia canónica que fundamentalmente nació en el siglo III a. n. E. de la mano de los filólogos alejandrinos, pero que ya antes estaba presente en las muchas reflexiones que sobre la literatura hicieron los filósofos griegos, desde los presocráticos hasta Aristóteles. Se trata de afirmar acríticamente que todo lo anterior a la muerte de Dios no vale. Por eso Eurípides, Cervantes… quedan invalidados como literatos, porque no son más que hombres cuyas palabras están al servicio de la comunicación de una presencia superior: Dios, la razón, la naturaleza, qué más da, para Foucault todo es lo mismo. O ha leído poco a los autores que cita o los ha leído muy mal.
“Por el contrario, la literatura comienza cuando ha callado, para el mundo occidental, o para una parte del mundo occidental, aquel lenguaje que no se había dejado de oír, de percibirse, de estar supuesto durante milenios” (Foucault, 2005: 447).
Como ya habíamos apuntado, la literatura aparece cuando Dios muere y los escritores se hacen conscientes de que su labor se reduce a simulacros de lo inefable.
“La literatura es trasgresión, es la virilidad del lenguaje contra la feminidad del libro, pero, ¿qué puede ser finalmente ella sino un libro entre todos los demás, un libro junto a todos los demás, en el espacio lineal de la biblioteca?” (Foucault, 2005: 448).
Y aquí llegamos ya al colofón, el sexo hace por fin su aparición (hay que vender y la filosofía puede llegar a ser muy rollazo, hay que animarla un poco) y ahora la literatura es el falo que penetra el papel. La definición de la literatura como simulacro fálico transgresor efectuado sobre un material muerto, femenino y virgen, ha quedado sentada por Foucault. Si éste es su concepto de literatura, ¿qué noción tendrá de su interpretación? Es fácil deducirlo: ninguna.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
Bibliografía: Foucault, M. (2005), “Lenguaje y literatura”, traducción de I. Herrera Baquera, Barcelona, Paidós. Citamos por la reedición en José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez Hefferman (eds.), Teorías literarias del siglo XX, Madrid, Akal (435-449).
“La paradoja de la obra es precisamente ésta: que sólo es literatura en el instante mismo de su comienzo, desde su primera frase, desde la página en blanco, y, a decir verdad, no es realmente literatura sino en la medida en que la página permanece en blanco, en tanto que sobre esta superficie no ha sido escrito nada aún; ¿qué es lo que hace que la literatura sea literatura?, que es lo que hace que el lenguaje que está escrito ahí sobre un libro sea literatura? Es esa especie de ritual previo que traza en las palabras su espacio de consagración” (Foucault, 2005: 438).
En esta definición de la literatura asistimos a un ejercicio de irracionalismo psicologista en grado sumo: literatura sería aquello que se encuentra en la cabeza del artista-creador y que es previo a toda materialización. No cabe metafísica mayor que la sostenida por los postmodernos, al lado de los cuales Santo Tomás podría pasar por un ateo con hábitos. La literatura es la nada, tal es lo que podemos sacar en conclusión de las palabras de Foucault que estamos analizando. Es la psicología inefable de quien desea escribirla (por supuesto, si la literatura nunca se llega a materializar, el autor de literatura, como sumo sacerdote de la palabra no materializada, viene definido por su propio psicologismo y su propio voluntarismo).
“Por consiguiente, desde que la página en blanco comienza a rellenarse, desde que las palabras comienzan a transcribirse en esta superficie que es todavía virgen, en ese momento cada palabra es en cierto modo absolutamente decepcionante en relación a la literatura, porque no hay ninguna palabra que pertenezca por esencia, por derecho de naturaleza a la literatura. […] la literatura es esa especie de doble que se pasea ante la obra, la obra no la reconoce nunca, la cruza, no obstante, sin detenerse, pero, justamente, carece siempre de ese momento de pánico que se encuentra en Dostoievski. En la literatura, no hay nunca encuentro absoluto entre la obra real y la literatura en carne y hueso. […] Me parece que la literatura, el se mismo de la literatura, si se la interroga sobre lo que es, sobre su ser mismo, sólo podría responder una cosa: que no hay ser de la literatura, que hay sencillamente un simulacro, un simulacro que es todo el ser de la literatura” (Foucault, 2005: 442, 443).
Ya nos lo había dicho anteriormente: la literatura no es nada. Ahora Foucault da un paso más: si la literatura no es nada, las obras literarias son menos que nada, pues son simulacros de la nada absoluta. Así quizás se entiendan mejor las afirmaciones de muchos postmodernos y feministas cuando analizan una obra literaria. Si estamos tratando de simulacros de la nada, ¿cómo va a exigírseles rigor ni seriedad en los análisis? Sobre el no-ser no se puede articular discurso alguno con sentido.
“Así pues, si tenemos que caracterizar qué es la literatura, se encontraría la figura negativa de la transgresión y de lo prohibido, simbolizada por Sade, la figura de la machaconería, la imagen del hombre que desciende a la tumba con un crucifijo en la mano, ese hombre que sólo ha escrito “ultratumba”; finalmente, pues, encontramos la figura de la muerte simbolizada por Chateaubriand, y después encontramos la figura del simulacro” (Foucault, 2005: 444).
Ahora Foucault matiza. Tres son las notas que caracterizan la literatura: la transgresión, la machaconería de la biblioteca y el simulacro. Lo que se está queriendo decir aquí es que si la literatura consiste en unas obras que son simulacro de la nada, entonces adquiere su máxima realización en dos tipos de escritos: aquellos que son conscientes de que su lenguaje es una profanación de la literatura como ser ideal inexistente (Sade), y aquellos que son conscientes de que lo más parecido que tenemos a la literatura, lo más cerca que podemos estar de ella, está representado en esas legiones de libros que suponen su realización ficticia y su tumba (Chateubriand). Es importante no olvidar que para aceptar estas tesis, antes tenemos que admitir esa definición de la literatura como nada mítica y mística y de las obras literarias como simulacros y farsas de esa nada.
“Tal vez se podría decir, para resumir todo esto, que la obra de lenguaje, en la época clásica, no era verdaderamente literatura. ¿Por qué no se puede decir que Jacques el fatalista, o Cervantes, por qué no decir que Racine, o Corneille, o Eurípides son literatura, salvo naturalmente para nosotros, en la medida en que lo integramos en nuestro propio lenguaje? […] Me parece que cabría decir lo siguiente; lo que sucede es que, en la época clásica, en cualquier caso antes de finales del XVIII, toda obra existía en función de cierto lenguaje mudo y primitivo que ella estaría encargada de restituir. […] Este lenguaje mudo, lenguaje anterior a los lenguajes, era la palabra de Dios, era la verdad, era el modelo, eran los clásicos, era la Biblia, dándole a la palabra misma “biblia” su sentido absoluto, es decir, su sentido común. Había una especie de libro previo, que era la verdad, que era la naturaleza, que era la palabra de Dios, y que, en cierto modo, ocultaba en él y pronunciaba al mismo tiempo toda la verdad. […] Dicho de otro modo: entre un lenguaje charlatán, que no decía nada, y un lenguaje absoluto, que lo decía todo, pero no mostraba nada, era preciso que hubiera un lenguaje intermedio, lenguaje intermedio que llevaba de nuevo del lenguaje charlatán al lenguaje mudo de la naturaleza y de Dios, y era precisamente el lenguaje literario” (Foucault, 2005: 447).
La literatura ha sido reducida por Foucault a las obras aparecidas, fundamentalmente, a partir del siglo XIX. Todo lo anterior no puede ser calificado de literatura. La verdad es que esta afirmación tan radical no encuentra ningún apoyo ni en la obra de Foucault que, para variar, no logra demostrar lo que tan brillantemente deja caer cual bomba interpretativa, ni en la historia de la literatura, una historia canónica que fundamentalmente nació en el siglo III a. n. E. de la mano de los filólogos alejandrinos, pero que ya antes estaba presente en las muchas reflexiones que sobre la literatura hicieron los filósofos griegos, desde los presocráticos hasta Aristóteles. Se trata de afirmar acríticamente que todo lo anterior a la muerte de Dios no vale. Por eso Eurípides, Cervantes… quedan invalidados como literatos, porque no son más que hombres cuyas palabras están al servicio de la comunicación de una presencia superior: Dios, la razón, la naturaleza, qué más da, para Foucault todo es lo mismo. O ha leído poco a los autores que cita o los ha leído muy mal.
“Por el contrario, la literatura comienza cuando ha callado, para el mundo occidental, o para una parte del mundo occidental, aquel lenguaje que no se había dejado de oír, de percibirse, de estar supuesto durante milenios” (Foucault, 2005: 447).
Como ya habíamos apuntado, la literatura aparece cuando Dios muere y los escritores se hacen conscientes de que su labor se reduce a simulacros de lo inefable.
“La literatura es trasgresión, es la virilidad del lenguaje contra la feminidad del libro, pero, ¿qué puede ser finalmente ella sino un libro entre todos los demás, un libro junto a todos los demás, en el espacio lineal de la biblioteca?” (Foucault, 2005: 448).
Y aquí llegamos ya al colofón, el sexo hace por fin su aparición (hay que vender y la filosofía puede llegar a ser muy rollazo, hay que animarla un poco) y ahora la literatura es el falo que penetra el papel. La definición de la literatura como simulacro fálico transgresor efectuado sobre un material muerto, femenino y virgen, ha quedado sentada por Foucault. Si éste es su concepto de literatura, ¿qué noción tendrá de su interpretación? Es fácil deducirlo: ninguna.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
Bibliografía: Foucault, M. (2005), “Lenguaje y literatura”, traducción de I. Herrera Baquera, Barcelona, Paidós. Citamos por la reedición en José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez Hefferman (eds.), Teorías literarias del siglo XX, Madrid, Akal (435-449).
Barthes y su concepto de texto
Quisiera exponer y comentar, en este blog, los conceptos de texto y de interpretación del mismo defendidos por Barthes en su obra S/Z.
“¿Cómo plantear entonces el valor de un texto? ¿Cómo fundar una primera tipología de los textos? La evaluación fundadora de todos lo textos no puede provenir de la ciencia, pues la ciencia no evalúa; ni de la ideología, pues el valor ideológico de un texto (moral, estético, político, alético) es un valor de representación, no de producción (la ideología no trabaja, “refleja”). Nuestra evaluación sólo puede estar ligada a una práctica, y esta práctica es la de la escritura. De un lado está lo que se puede escribir, y de otro, lo que ya no es posible escribir: lo que está en la práctica del escritor y lo que ha desaparecido de ella: ¿qué textos aceptaría yo escribir (reescribir), desear, proponer, como una fuerza en este mundo mío? Lo que la evaluación encuentra es precisamente este valor: lo que hoy puede ser escrito (reescrito): lo escribible” (Barthes, 2005: 450).
Como vemos, el valor de un texto queda ahora reducido a una impostura subjetiva: ¿qué texto me interesa a mí en mi mundo? La ciencia además queda descartada de un plumazo en lo que refiere al análisis de los textos literarios. Ahora se trata de una práctica individual que nos lleva a pensar que la atención de Barthes se va a fijar en la figura del lector, pero más adelante veremos que no es tan simple, ya que ni siquiera el lector es una figura a la que se puede apelar en su teoría pues éste queda también reducido a texto. Todo es texto en Barthes, pues veamos qué entiende por este concepto.
“Por lo tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: lo legible. Llamaremos clásico a todo texto legible” (Barthes, 2005: 451). “Tal vez no haya nada que decir de los textos escribibles. Primero: ¿dónde encontrarlos? Con toda seguridad no en la lectura (o al menos muy poco: por azar, fugitiva y oblicuamente en algunas obras-límites): el texto escribible no es una cosa, es difícil encontrarlo en librerías. Segundo: siendo su modelo productivo (y no ya representativo), suprime toda crítica que, al ser producida, se confundiría con él: reescribirlo no sería sino diseminarlo, dispersarlo en el campo de la diferencia infinita. El texto escribible es un presente perpetuo sobre el cual no puede plantearse ninguna palabra consecuente (que lo transformaría fatalmente en pasado); el texto escribible somos nosotros en el momento de escribir, antes de que el juego infinito del mundo (el mundo como juego) sea atravesado, cortado, detenido, plastificado, por algún sistema singular (Ideología, Género, Crítica) que ceda en lo referente a la pluralidad de las entradas, la apertura de las redes, el infinito de los lenguajes. […] Pero, ¿y los textos legibles? Son productos (no producciones), forman la enorme masa de nuestra literatura. ¿Cómo diferenciar nuevamente esta masa? Es necesaria una segunda operación consiguiente a la evaluación que ha clasificado en un principio los textos, pero más precisa que ella, basada en la apreciación de una cierta cantidad, del más o menos que puede movilizar cada texto. Esta nueva operación es la interpretación (en el sentido que Nietzsche daba a esta palabra). Interpretar un texto no es darle un sentido (más o menos fundado, más o menos libre), sino por el contrario, apreciar el plural de que está hecho” (Barthes, 2005: 451).
Aquí tenemos su definición de texto. Distingue entre textos legibles y textos escribibles. Los segundos, directamente, no existen, son inmaterialidad pura, cabría preguntar si quizás son espíritus. Es cierto que Barthes dice que puede que algunas rarezas límites encajen con su definición de texto escribible, pero, por supuesto, no nos cita ninguna de esas joyas. En consecuencia, sólo podemos trabajar con los textos legibles, a saber, los clásicos, las obras canónicas. ¿Cómo debemos interpretar tales textos?, pues haciéndolos todo lo escribibles que se pueda, diseminándolos hasta el límite de sus posibilidades, esparciéndolos en múltiples lecturas que enriquezcan sus escasas pero existentes connotaciones.
“La interpretación que exige un texto inmediatamente encarado en su plural no tiene nada de liberal: no se trata de conceder algunos sentidos, de reconocer magnánimamente a cada uno su parte de verdad; se trata de afirmar, frente a toda in-diferencia, el ser de la pluralidad, que no es el de lo verdadero, lo probable o incluso lo posible. Sin embargo, esta afirmación necesaria es difícil, pues al mismo tiempo que nada existe fuera del texto, no hay tampoco un todo del texto (que, por reversión, sería el origen de un orden interno, reconciliación de las partes complementarias bajo la mirada paternal del modelo representativo): es necesario, simultáneamente librar al texto de su exterior y de su totalidad” (Barthes, 2005: 452).
Interpretar es aumentar el texto de forma indiscriminada hasta que llegue a estar relacionado con el universo entero. El mundo es un texto con infinitas posibilidades e infinitas connotaciones. Sinceramente, ignoro qué tipo de interpretación literaria puede extraerse de tan peregrinas teorías del texto y de la interpretación que convierten a la literatura, como ya hiciera Foucault, en una nada metafísica.
“Por eso, negar universalmente la connotación es abolir el valor diferencial de los textos, negarse a definir el aparato específico (poético y crítico a la vez) de los textos legibles, es equiparar el texto limitado al texto-límite, es privarse de un instrumento tipológico. La connotación es la vía de acceso a la polisemia del texto clásico, a ese plural limitado que funda el texto clásico (no es seguro que haya connotaciones en el texto moderno). […] ¿Qué es, pues, una connotación? Definicionalmente, es una determinación, una relación, una anáfora, un rasgo que tiene el poder de referirse a menciones anteriores, ulteriores o exteriores, a otros lugares del texto (o de otro texto): no hay que restringir en nada esta relación, que puede ser designada de diversas maneras (función o indicio, por ejemplo), siempre que no se confunda connotación y asociación de ideas: ésta remite al sistema de un sujeto mientras que aquélla es una correlación inmanente al texto, a los textos, o si se prefiere, es una asociación operada por el texto-sujeto en el interior de su propio sistema” (Barthes, 2005: 453).
El texto se convierte pues en una ínfima coordenada dentro de un enorme mapa, sus líneas son indicios y señales que nos llevan a otras latitudes; nada de ideas, ya lo dice Barthes, las ideas requieren de un sujeto que las articule, pero es que los sujetos en Barthes no existen, los lectores y los críticos no son más que otras coordenadas igualmente textuales. Ya no tenemos nada: ni autores, ni intérpretes, ni críticos, ni lectores. Sólo nos quedan ya los textos, de los cuales los más genuinos y auténticos, los escribibles, no existen, pero es que aún hay más. Lo vemos en el siguiente párrafo.
“El comentario, fundado sobre la afirmación del plural, no puede trabajar “respetando” el texto: el texto tutor será continuamente quebrado, interrumpido, sin ninguna consideración para sus divisiones naturales (sintácticas, retóricas, anecdóticas); el inventario, la explicación y la digresión podrán instalarse en el mismo corazón de la suspensión, separar incluso el verbo y su complemento, el nombre y su atributo; el trabajo del comentario, desde el momento en que se sustrae a toda ideología de la totalidad, consiste precisamente en maltratar el texto, en cortarle la palabra” (Barthes, 2005: 458) .
Así es, todo lo existente es un texto que no ha de ser respetado, sino maltratado y quebrado. Para devolver el texto a toda su pluralidad, a toda su diferencia, hay que deshacerlo y reescribirlo como a Barthes le venga en gana (puesto que aquí no hay metodología ninguna, únicamente metafísica y subjetivismo).
“Por lo tanto si, lo que supone una contradicción voluntaria en sus términos, se relee al instante el texto, es para obtener, como bajo el efecto de una droga (la del recomienzo, la de la diferencia), no el texto “verdadero”, sino el texto plural: el mismo pero nuevo” (Barthes, 2005: 459).
Se me permitirá una gracia pero, en todos estos textos que han venido siendo citados, hace tiempo que la droga como herramienta de acceso a la interpretación, remito a la metáfora empleada por Barthes, estaba flotando en el ambiente. En conclusión, con Barthes asistimos a la negación del autor, del lector, del crítico, del intérprete y, finalmente, del texto, porque quien afirma que todo es texto, en el fondo está sosteniendo que el texto no es nada, de manera análoga a como cuando Tales afirmaba que todo estaba lleno de dioses.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
Bibliografía: Barthes, R. (2005), “S/Z”, traducción española de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI. Citamos por la reedición en José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez Hefferman (eds.), Teorías literarias del siglo XX, Madrid, Akal (450-460).
“¿Cómo plantear entonces el valor de un texto? ¿Cómo fundar una primera tipología de los textos? La evaluación fundadora de todos lo textos no puede provenir de la ciencia, pues la ciencia no evalúa; ni de la ideología, pues el valor ideológico de un texto (moral, estético, político, alético) es un valor de representación, no de producción (la ideología no trabaja, “refleja”). Nuestra evaluación sólo puede estar ligada a una práctica, y esta práctica es la de la escritura. De un lado está lo que se puede escribir, y de otro, lo que ya no es posible escribir: lo que está en la práctica del escritor y lo que ha desaparecido de ella: ¿qué textos aceptaría yo escribir (reescribir), desear, proponer, como una fuerza en este mundo mío? Lo que la evaluación encuentra es precisamente este valor: lo que hoy puede ser escrito (reescrito): lo escribible” (Barthes, 2005: 450).
Como vemos, el valor de un texto queda ahora reducido a una impostura subjetiva: ¿qué texto me interesa a mí en mi mundo? La ciencia además queda descartada de un plumazo en lo que refiere al análisis de los textos literarios. Ahora se trata de una práctica individual que nos lleva a pensar que la atención de Barthes se va a fijar en la figura del lector, pero más adelante veremos que no es tan simple, ya que ni siquiera el lector es una figura a la que se puede apelar en su teoría pues éste queda también reducido a texto. Todo es texto en Barthes, pues veamos qué entiende por este concepto.
“Por lo tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: lo legible. Llamaremos clásico a todo texto legible” (Barthes, 2005: 451). “Tal vez no haya nada que decir de los textos escribibles. Primero: ¿dónde encontrarlos? Con toda seguridad no en la lectura (o al menos muy poco: por azar, fugitiva y oblicuamente en algunas obras-límites): el texto escribible no es una cosa, es difícil encontrarlo en librerías. Segundo: siendo su modelo productivo (y no ya representativo), suprime toda crítica que, al ser producida, se confundiría con él: reescribirlo no sería sino diseminarlo, dispersarlo en el campo de la diferencia infinita. El texto escribible es un presente perpetuo sobre el cual no puede plantearse ninguna palabra consecuente (que lo transformaría fatalmente en pasado); el texto escribible somos nosotros en el momento de escribir, antes de que el juego infinito del mundo (el mundo como juego) sea atravesado, cortado, detenido, plastificado, por algún sistema singular (Ideología, Género, Crítica) que ceda en lo referente a la pluralidad de las entradas, la apertura de las redes, el infinito de los lenguajes. […] Pero, ¿y los textos legibles? Son productos (no producciones), forman la enorme masa de nuestra literatura. ¿Cómo diferenciar nuevamente esta masa? Es necesaria una segunda operación consiguiente a la evaluación que ha clasificado en un principio los textos, pero más precisa que ella, basada en la apreciación de una cierta cantidad, del más o menos que puede movilizar cada texto. Esta nueva operación es la interpretación (en el sentido que Nietzsche daba a esta palabra). Interpretar un texto no es darle un sentido (más o menos fundado, más o menos libre), sino por el contrario, apreciar el plural de que está hecho” (Barthes, 2005: 451).
Aquí tenemos su definición de texto. Distingue entre textos legibles y textos escribibles. Los segundos, directamente, no existen, son inmaterialidad pura, cabría preguntar si quizás son espíritus. Es cierto que Barthes dice que puede que algunas rarezas límites encajen con su definición de texto escribible, pero, por supuesto, no nos cita ninguna de esas joyas. En consecuencia, sólo podemos trabajar con los textos legibles, a saber, los clásicos, las obras canónicas. ¿Cómo debemos interpretar tales textos?, pues haciéndolos todo lo escribibles que se pueda, diseminándolos hasta el límite de sus posibilidades, esparciéndolos en múltiples lecturas que enriquezcan sus escasas pero existentes connotaciones.
“La interpretación que exige un texto inmediatamente encarado en su plural no tiene nada de liberal: no se trata de conceder algunos sentidos, de reconocer magnánimamente a cada uno su parte de verdad; se trata de afirmar, frente a toda in-diferencia, el ser de la pluralidad, que no es el de lo verdadero, lo probable o incluso lo posible. Sin embargo, esta afirmación necesaria es difícil, pues al mismo tiempo que nada existe fuera del texto, no hay tampoco un todo del texto (que, por reversión, sería el origen de un orden interno, reconciliación de las partes complementarias bajo la mirada paternal del modelo representativo): es necesario, simultáneamente librar al texto de su exterior y de su totalidad” (Barthes, 2005: 452).
Interpretar es aumentar el texto de forma indiscriminada hasta que llegue a estar relacionado con el universo entero. El mundo es un texto con infinitas posibilidades e infinitas connotaciones. Sinceramente, ignoro qué tipo de interpretación literaria puede extraerse de tan peregrinas teorías del texto y de la interpretación que convierten a la literatura, como ya hiciera Foucault, en una nada metafísica.
“Por eso, negar universalmente la connotación es abolir el valor diferencial de los textos, negarse a definir el aparato específico (poético y crítico a la vez) de los textos legibles, es equiparar el texto limitado al texto-límite, es privarse de un instrumento tipológico. La connotación es la vía de acceso a la polisemia del texto clásico, a ese plural limitado que funda el texto clásico (no es seguro que haya connotaciones en el texto moderno). […] ¿Qué es, pues, una connotación? Definicionalmente, es una determinación, una relación, una anáfora, un rasgo que tiene el poder de referirse a menciones anteriores, ulteriores o exteriores, a otros lugares del texto (o de otro texto): no hay que restringir en nada esta relación, que puede ser designada de diversas maneras (función o indicio, por ejemplo), siempre que no se confunda connotación y asociación de ideas: ésta remite al sistema de un sujeto mientras que aquélla es una correlación inmanente al texto, a los textos, o si se prefiere, es una asociación operada por el texto-sujeto en el interior de su propio sistema” (Barthes, 2005: 453).
El texto se convierte pues en una ínfima coordenada dentro de un enorme mapa, sus líneas son indicios y señales que nos llevan a otras latitudes; nada de ideas, ya lo dice Barthes, las ideas requieren de un sujeto que las articule, pero es que los sujetos en Barthes no existen, los lectores y los críticos no son más que otras coordenadas igualmente textuales. Ya no tenemos nada: ni autores, ni intérpretes, ni críticos, ni lectores. Sólo nos quedan ya los textos, de los cuales los más genuinos y auténticos, los escribibles, no existen, pero es que aún hay más. Lo vemos en el siguiente párrafo.
“El comentario, fundado sobre la afirmación del plural, no puede trabajar “respetando” el texto: el texto tutor será continuamente quebrado, interrumpido, sin ninguna consideración para sus divisiones naturales (sintácticas, retóricas, anecdóticas); el inventario, la explicación y la digresión podrán instalarse en el mismo corazón de la suspensión, separar incluso el verbo y su complemento, el nombre y su atributo; el trabajo del comentario, desde el momento en que se sustrae a toda ideología de la totalidad, consiste precisamente en maltratar el texto, en cortarle la palabra” (Barthes, 2005: 458) .
Así es, todo lo existente es un texto que no ha de ser respetado, sino maltratado y quebrado. Para devolver el texto a toda su pluralidad, a toda su diferencia, hay que deshacerlo y reescribirlo como a Barthes le venga en gana (puesto que aquí no hay metodología ninguna, únicamente metafísica y subjetivismo).
“Por lo tanto si, lo que supone una contradicción voluntaria en sus términos, se relee al instante el texto, es para obtener, como bajo el efecto de una droga (la del recomienzo, la de la diferencia), no el texto “verdadero”, sino el texto plural: el mismo pero nuevo” (Barthes, 2005: 459).
Se me permitirá una gracia pero, en todos estos textos que han venido siendo citados, hace tiempo que la droga como herramienta de acceso a la interpretación, remito a la metáfora empleada por Barthes, estaba flotando en el ambiente. En conclusión, con Barthes asistimos a la negación del autor, del lector, del crítico, del intérprete y, finalmente, del texto, porque quien afirma que todo es texto, en el fondo está sosteniendo que el texto no es nada, de manera análoga a como cuando Tales afirmaba que todo estaba lleno de dioses.
Un cordial saludo a todos, Violeta.
Bibliografía: Barthes, R. (2005), “S/Z”, traducción española de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI. Citamos por la reedición en José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez Hefferman (eds.), Teorías literarias del siglo XX, Madrid, Akal (450-460).
miércoles, 11 de noviembre de 2009
¿Qué es la libertad?
En cuanto al concepto de Libertad, expondré a continuación, muy brevemente, la Idea de libertad que defiendo.
Nuevamente, entiendo la Libertad como Idea en la que cabe discriminar una esencia y una génesis. En cuanto a su núcleo esencial, lo fijo en la lucha por el poder y distingo en su evolución tres fases fundamentales:
1) Libertad nuclear y primaria: la libertad es el atributo del vencedor.
2) Libertad secundaria. El paso a esta fase viene dado por la aparición de la organización estatal en tanto que estructurada sobre un derecho codificado. En esta fase la libertad se escinde en dos figuras: la libertad secundaria objetiva y la libertad secundaria de tipo subjetivo.
a. La libertad secundaria de tipo objetivo supone el monopolio estatal de la libertad a través de la atribución de derechos políticos únicamente a los ciudadanos. La libertad se convierte en el atributo del ciudadano y la ciudadanía viene marcada por la participación en el ejército del Estado. La estatalización de la Libertad en su sentido objetivo supone la privación de la misma a grandes capas de la población que irán variando según los distintos regímenes políticos: mujeres, extranjeros, etc. El reparto de la libertad se convierte en monopolio del Estado.
b. La libertad secundaria subjetiva es aquella que opera a pesar de la codificación objetiva de que es objeto la libertad secundaria en el Estado. Se trata de una libertad personal, de ahí su calificativo de subjetiva, en tanto que atañe al individuo independientemente de su condición ciudadana, pero no deja de ser un desarrollo secundario de la Idea de Libertad, lo que implica que sólo es concebible por referencia a la libertad objetiva y, por lo tanto, dentro de un Estado. Posee siempre un significado ético o moral, mas nunca político. Se trata del clásico concepto filosófico de libertad como proyecto racional a largo plazo que se encuentra magistralmente desarrollado por Sartre en su "Crítica de la razón dialéctica".
3) La libertad en su fase terciaria: supone, objetivamente, la disociación los conceptos de ciudadanía y ejército, con la consiguiente ampliación de quienes pueden ostentar los derechos políticos. En esta fase se mantiene tal cual la libertad subjetiva.
Ésta es, en síntesis, la definición de Libertad que sostengo y para cuya explicación y justificación razonada remito a mi trabajo "Destino y Libertad en la tragedia griega" (2008).
->Aclaración de las nociones de Ética, Moral y Derecho
Expliquemos primero cómo entendemos las nociones filosóficas de ética, moral y derecho. A tal fin usaré, fundamentalmente, a autores clásicos como Spinoza ("Ética") y Hegel ("La fenomenología del Espíritu"), pero también autores contemporáneos como Bueno ("El sentido de la vida").
- Hegel
La eticidad, al desarrollarse, escinde la sustancia ética en dos categorías:
1) Ley subterránea o derecho de las sombras: incumbe a la sangre y a la familia. Es ley divina, en tanto se encarna en los penates familiares. Su virtud es la piedad y sus deberes son los que impone la philía, afecto recíproco entre padres e hijos o entre hermanos y hermanas, unidos por la identidad de carne y sangre. Funda un deber, ya que cada uno de los miembros del grupo familiar es una individualidad insustituible y necesaria para los otros miembros (es la ley del corazón, son insustituibles en el corazón de cada miembro). En nuestras categorías, habría que decir que la Ley divina, en Hegel, se caracterizaría por considerar a los individuos que forman el todo familiar como partes atributivas, es decir, inintercambiables unas por otras.
2) Ley humana: normas de la comunidad civil, del pueblo y de la ciudad. Se expresa en la costumbre y, de forma consciente, en el gobierno y en la palabra del gobernante. Trascienden siempre el ámbito particular de cada ciudadano. Los ciudadanos, para el político, son sustituibles. La muerte es un episodio natural y el estado no la contempla, al contrario que la familia, como un mal absoluto. El Estado es una totalidad que contempla distributivamente a los individuos que le constituyen.
Con estas categorías se enfrentará Hegel a las tragedias griegas: todo individuo, siendo a la vez miembro de una familia y habitante de una ciudad, debiendo simultáneamente venerar a los penates y obedecer a las nómoi, está inmerso en una contradicción que es el eje de las tragedias griegas.
- Estado de la cuestión en la presente investigación
Comparto, salvo pequeños detalles que luego especificaré, los conceptos hegelianos de ley divina y ley humana. El problema lo cifro en la incompletud del esquema hegeliano. Pienso que la filosofía de Hegel se olvidó de la ética.
Creo que las dos categorías hegelianas, además, deberían pulirse y depurarse por las siguientes razones. La familia, el culto a los penates, por poner ejemplos que le eran familiares a Hegel, ¿no pertenecían acaso a las costumbres de las póleis griegas? No toda costumbre debe encuadrarse en la ley humana. Creo que lo correcto sería considerar a la ley divina como moral y a la ley humana como derecho o razón de estado, caso especial de la moral, ya que se trata de la codificación de ésta en términos sancionables política y judicialmente. El derecho es la moral unida al aparato estatal. Habría también que distinguir tajantemente, Hegel no lo hace, entre las normas que rigen un estado (que evidentemente fundan costumbres) y las tradiciones y costumbres (mos, moris) de un grupo social. Las primeras serían impensables sin un estado regulado por un derecho, sea éste más o menos complejo.
A continuación vamos a definir exactamente cada uno de los términos señalados en la concepción hegeliana añadiendo además la noción espinosista de ética.
1) Ética
Vamos a entender la ética en el sentido en que fue expuesta por Spinoza en las proposiciones 58 y 59 de la parte tercera de su Ética:
“Escolio: refiero a la fortaleza todas las acciones que derivan de los afectos que se remiten al alma en cuanto que entienden, y divido aquella en firmeza y generosidad. Por firmeza entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón. Por generosidad entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad”.
Las virtudes éticas derivadas de la fortaleza, en tanto atienden a la existencia real y corpórea del individuo, son totalmente universales. Tal significado deriva etimológicamente de lo que los griegos entendían por ethos, tanto en su acepción de “carácter”, con e larga, como en su acepción de “hábito”, referido a las costumbres de una persona, con e breve.
La moral y el derecho exigen muchas veces el sacrificio de la ética: Antígona, por seguir con ejemplos hgelianos, sabe que al violar la ley de Tebas acabará condenada a muerte, Antígona sacrifica su firmeza (perseverar en el ser) a sus deberes familiares. No actúa éticamente, sino moralmente. La ética falta en el sistema hegeliano, ya que no encaja en la ley divina.
2) Moral
Las costumbres que se afirman como moral son las tradiciones que han ido sobreviviendo en el grupo social (aquí es donde entra la religión doméstica griega, el culto a los penates, el famoso mos maiorum de Cicerón). Aquellas normas victoriosas que han demostrado servir a la supervivencia de un determinado grupo. Aquí encaja, con las salvedades que antes he señalado, la ley divina hegeliana.
3) Derecho
La moral, en tanto que es indisociable de la ética, puesto que la comunidad está compuesta por hombres corpóreos que, a su vez, se hacen personas en el contexto socio-político de una comunidad jurídica, está condenada a vivir en dialéctica y conflicto permanentes con la ética. Aquí es donde entra el tercer elemento: el Estado (regulador e instaurador de un código moral encarnado en el Derecho). Al Estado es a quien le incumbe solucionar los conflictos entre ética y moral, pero esto provoca a su vez nuevos conflictos.
(Fragmentos pertenecientes al artículo: "El concepto de tragedia en la trilogía rural lorquiana" de Violeta Varela Álvarez).
Nuevamente, entiendo la Libertad como Idea en la que cabe discriminar una esencia y una génesis. En cuanto a su núcleo esencial, lo fijo en la lucha por el poder y distingo en su evolución tres fases fundamentales:
1) Libertad nuclear y primaria: la libertad es el atributo del vencedor.
2) Libertad secundaria. El paso a esta fase viene dado por la aparición de la organización estatal en tanto que estructurada sobre un derecho codificado. En esta fase la libertad se escinde en dos figuras: la libertad secundaria objetiva y la libertad secundaria de tipo subjetivo.
a. La libertad secundaria de tipo objetivo supone el monopolio estatal de la libertad a través de la atribución de derechos políticos únicamente a los ciudadanos. La libertad se convierte en el atributo del ciudadano y la ciudadanía viene marcada por la participación en el ejército del Estado. La estatalización de la Libertad en su sentido objetivo supone la privación de la misma a grandes capas de la población que irán variando según los distintos regímenes políticos: mujeres, extranjeros, etc. El reparto de la libertad se convierte en monopolio del Estado.
b. La libertad secundaria subjetiva es aquella que opera a pesar de la codificación objetiva de que es objeto la libertad secundaria en el Estado. Se trata de una libertad personal, de ahí su calificativo de subjetiva, en tanto que atañe al individuo independientemente de su condición ciudadana, pero no deja de ser un desarrollo secundario de la Idea de Libertad, lo que implica que sólo es concebible por referencia a la libertad objetiva y, por lo tanto, dentro de un Estado. Posee siempre un significado ético o moral, mas nunca político. Se trata del clásico concepto filosófico de libertad como proyecto racional a largo plazo que se encuentra magistralmente desarrollado por Sartre en su "Crítica de la razón dialéctica".
3) La libertad en su fase terciaria: supone, objetivamente, la disociación los conceptos de ciudadanía y ejército, con la consiguiente ampliación de quienes pueden ostentar los derechos políticos. En esta fase se mantiene tal cual la libertad subjetiva.
Ésta es, en síntesis, la definición de Libertad que sostengo y para cuya explicación y justificación razonada remito a mi trabajo "Destino y Libertad en la tragedia griega" (2008).
->Aclaración de las nociones de Ética, Moral y Derecho
Expliquemos primero cómo entendemos las nociones filosóficas de ética, moral y derecho. A tal fin usaré, fundamentalmente, a autores clásicos como Spinoza ("Ética") y Hegel ("La fenomenología del Espíritu"), pero también autores contemporáneos como Bueno ("El sentido de la vida").
- Hegel
La eticidad, al desarrollarse, escinde la sustancia ética en dos categorías:
1) Ley subterránea o derecho de las sombras: incumbe a la sangre y a la familia. Es ley divina, en tanto se encarna en los penates familiares. Su virtud es la piedad y sus deberes son los que impone la philía, afecto recíproco entre padres e hijos o entre hermanos y hermanas, unidos por la identidad de carne y sangre. Funda un deber, ya que cada uno de los miembros del grupo familiar es una individualidad insustituible y necesaria para los otros miembros (es la ley del corazón, son insustituibles en el corazón de cada miembro). En nuestras categorías, habría que decir que la Ley divina, en Hegel, se caracterizaría por considerar a los individuos que forman el todo familiar como partes atributivas, es decir, inintercambiables unas por otras.
2) Ley humana: normas de la comunidad civil, del pueblo y de la ciudad. Se expresa en la costumbre y, de forma consciente, en el gobierno y en la palabra del gobernante. Trascienden siempre el ámbito particular de cada ciudadano. Los ciudadanos, para el político, son sustituibles. La muerte es un episodio natural y el estado no la contempla, al contrario que la familia, como un mal absoluto. El Estado es una totalidad que contempla distributivamente a los individuos que le constituyen.
Con estas categorías se enfrentará Hegel a las tragedias griegas: todo individuo, siendo a la vez miembro de una familia y habitante de una ciudad, debiendo simultáneamente venerar a los penates y obedecer a las nómoi, está inmerso en una contradicción que es el eje de las tragedias griegas.
- Estado de la cuestión en la presente investigación
Comparto, salvo pequeños detalles que luego especificaré, los conceptos hegelianos de ley divina y ley humana. El problema lo cifro en la incompletud del esquema hegeliano. Pienso que la filosofía de Hegel se olvidó de la ética.
Creo que las dos categorías hegelianas, además, deberían pulirse y depurarse por las siguientes razones. La familia, el culto a los penates, por poner ejemplos que le eran familiares a Hegel, ¿no pertenecían acaso a las costumbres de las póleis griegas? No toda costumbre debe encuadrarse en la ley humana. Creo que lo correcto sería considerar a la ley divina como moral y a la ley humana como derecho o razón de estado, caso especial de la moral, ya que se trata de la codificación de ésta en términos sancionables política y judicialmente. El derecho es la moral unida al aparato estatal. Habría también que distinguir tajantemente, Hegel no lo hace, entre las normas que rigen un estado (que evidentemente fundan costumbres) y las tradiciones y costumbres (mos, moris) de un grupo social. Las primeras serían impensables sin un estado regulado por un derecho, sea éste más o menos complejo.
A continuación vamos a definir exactamente cada uno de los términos señalados en la concepción hegeliana añadiendo además la noción espinosista de ética.
1) Ética
Vamos a entender la ética en el sentido en que fue expuesta por Spinoza en las proposiciones 58 y 59 de la parte tercera de su Ética:
“Escolio: refiero a la fortaleza todas las acciones que derivan de los afectos que se remiten al alma en cuanto que entienden, y divido aquella en firmeza y generosidad. Por firmeza entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón. Por generosidad entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad”.
Las virtudes éticas derivadas de la fortaleza, en tanto atienden a la existencia real y corpórea del individuo, son totalmente universales. Tal significado deriva etimológicamente de lo que los griegos entendían por ethos, tanto en su acepción de “carácter”, con e larga, como en su acepción de “hábito”, referido a las costumbres de una persona, con e breve.
La moral y el derecho exigen muchas veces el sacrificio de la ética: Antígona, por seguir con ejemplos hgelianos, sabe que al violar la ley de Tebas acabará condenada a muerte, Antígona sacrifica su firmeza (perseverar en el ser) a sus deberes familiares. No actúa éticamente, sino moralmente. La ética falta en el sistema hegeliano, ya que no encaja en la ley divina.
2) Moral
Las costumbres que se afirman como moral son las tradiciones que han ido sobreviviendo en el grupo social (aquí es donde entra la religión doméstica griega, el culto a los penates, el famoso mos maiorum de Cicerón). Aquellas normas victoriosas que han demostrado servir a la supervivencia de un determinado grupo. Aquí encaja, con las salvedades que antes he señalado, la ley divina hegeliana.
3) Derecho
La moral, en tanto que es indisociable de la ética, puesto que la comunidad está compuesta por hombres corpóreos que, a su vez, se hacen personas en el contexto socio-político de una comunidad jurídica, está condenada a vivir en dialéctica y conflicto permanentes con la ética. Aquí es donde entra el tercer elemento: el Estado (regulador e instaurador de un código moral encarnado en el Derecho). Al Estado es a quien le incumbe solucionar los conflictos entre ética y moral, pero esto provoca a su vez nuevos conflictos.
(Fragmentos pertenecientes al artículo: "El concepto de tragedia en la trilogía rural lorquiana" de Violeta Varela Álvarez).
martes, 10 de noviembre de 2009
La libertad en el Quijote
Fragmento del libro inédito "Don Quijote de la Mancha: literatura, filosofía y política" de Violeta Varela Álvarez
La tragedia, si la hay, es siempre de naturaleza socio-política. En consecuencia, el único personaje susceptible de experimentar sucesos trágicos en la obra es el de Sancho, pero Cervantes no escribe una tragedia en prosa y, como veremos, la muerte de don Quijote tomará la forma de un imperativo de generosidad (siempre en los términos espinosistas) hacia Sancho en un enfrentamiento directo con la moral estamental vigente en la época. Esto es algo importante: las ideas sociales de don Quijote triunfan dialécticamente a través de la falsa conversión de Alonso Quijano. La libertad de testar como derecho político se abre camino dialécticamente a través de la realidad religiosa que envuelve a los personajes. La libertad, y ésta es una de las Ideas más fundamentales que encontramos en el Quijote, se abre paso y triunfa en la necesidad. Alonso Quijano toma al final conciencia de lo que es necesario para dar cumplimiento a uno de sus propósitos quijotescos: la mejora económica de Sancho. El ingenioso hidalgo toma conciencia de la necesidad, en un sentido subjetivo, de asumir ciertas normas, las católicas, para dejar favorecido en su testamento a quien sirvió de escudero para su personaje, de ahí el ingenio del personaje cervantino.
Esto que he expuesto vale para la Idea de libertad subjetiva que encontramos enunciada en la obra de Cervantes. Se trata de la Idea de Libertad subjetiva y secundaria que defendió Cervantes, síntesis de Ideas previas como lo puedan ser, ahora lo veremos, una Idea primaria de libertad ejercida por don Quijote dialécticamente frente a las leyes del Estado y una Idea de libertad secundaria y subjetiva de corte metafísico e idealista –como veremos al analizar el discurso quijotesco que acerca de la libertad aparece en la segunda parte de la obra-.
Sostengo que don Quijote intenta hacer valer como objetiva una libertad primaria. Él reconoce el ejercicio de las armas como fundamental para el establecimiento de la libertad, lo que se niega a reconocer es que esas armas deben estar al servicio de un estado (él las pone al servicio de un grupo moral, del de los caballeros andantes, que es inexistente). Esto entra directamente en relación con lo tratado en el capítulo anterior acerca de la imposición ética de un código moral inexistente.
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de apuestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filo de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra” (Quijote I, XXXVIII, 491).
Advierto implícita en estas palabras una oposición de la figura del militar - asociada a la guerra como actividad que se ha vuelto ruin y contraria a la fama y a la gloria-, frente a la figura del caballero -cuya lucha es individual, personal y cuerpo a cuerpo, espada frente a espada-.
“Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala y hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabajadas no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar, y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra” (Quijote I, XXXVIII, 490-491).
Don Quijote conoce la realidad -la del soldado y la de la guerra-, pero la comenta en su discurso de una manera análoga a como un Aquiles o un Héctor podrían comentar las batallas de Maratón o Salamina: sus héroes son anónimos, el Estado los ha convertido en partes sustituibles unas por otras (es la propiedad distributiva que corresponde al militar). Don Quijote sabe lo que es la guerra y lo que supone ser militar, pero prefiere el ejercicio de la caballería. Quizá esto le habría servido a Torrente Ballester como respuesta a la pregunta que formula en su brillante ensayo.
“¿Por qué, cuando las trompetas reclamaban en la plaza del pueblo voluntarios para los tercios contra el luterano, o militantes anfibios contra el otomano, pudo sosegar [se refiere a Alonso Quijano] su corazón? ¿Era una mente crítica asimismo precoz? En cualquier caso, dejó pasar, como otros muchos, sucesivas convocatorias” (Torrente Ballester, El Quijote como juego, 1975/1984: 47-48).
Dejó pasar las convocatorias porque a Alonso Quijano le interesaba la acción heroica y gloriosa, y como tal imposible para un soldado –Cervantes es un militar famoso porque se convirtió en un escritor famoso, no al revés- que participa en una guerra masificada y anónima. No le sirven ni la lucha en galeras ni la artillería, él reivindica otro tipo de lucha, aún cuando es consciente de la lucha que efectivamente se da y existe en su momento histórico, de ahí su juego y su cinismo. El Discurso de las armas y las letras no es un ejemplo de lucidez, como ya anuncié en su momento, tampoco es el discurso de un loco, como lo demuestra su perfecto conocimiento de la realidad, es el discurso de un cínico que quiere jugar a la guerra individualizada y heroica. El ejercicio de la Libertad va siempre unido en don Quijote al ejercicio de las armas y de la violencia. Don Quijote se mueve en esquemas primarios y puramente esenciales de la libertad: su derecho se extiende hasta donde llega su poder. De hecho, no suele enfrentar batallas que sabe que va a perder (caso de la Santa Hermandad). El problema es que don Quijote pretende imponer un uso primario de la libertad en una sociedad estatalizada donde la ley es el derecho fundamental. Como tal libertad primaria es sumamente inestable (véase el episodio de los galotes; véase también en la segunda parte, el capítulo XIIII, pp. 813-814), no hay ningún derecho que la fije y sostenga (puesto que el código caballeresco no existe). Don Quijote usa las armas para defender las leyes (de ahí el Discurso de las armas y las letras), pero Cervantes nos muestra la futilidad del ejercicio de las armas cuando no hay un Estado que refrende esos derechos (don Quijote es el ejemplo perfecto). Intenta hacer pasar por una libertad objetiva y secundaria lo que no es más que un ejercicio primario de la fuerza.
Las armas que defienden la ley son las armas organizadas institucionalmente en torno a un orden militar que halla su legitimación última en el Estado, como corresponde a toda libertad secundaria y de naturaleza objetiva. Conviene evitar los idealismos, tanto los de naturaleza pacifista como los de naturaleza belicista, ya que ninguno de ellos nos dejará ver la complejidad dialéctica que entraña la realidad.
La apelación de don Quijote a un derecho que sustente su ejercicio de la libertad es constante, tanto en el episodio de Andrés, el mozo apaleado, como en el episodio de los Galeotes, a los cuales, una vez liberados, intenta someter a sus leyes. Pero es que esas leyes no existen. En consecuencia, sostengo que, aunque las armas parecen estar por encima de las letras (derecho) porque éstas necesitan de aquellas para su sostenimiento, son las letras a su vez las que posibilitan una estabilidad que garantice los resultados obtenidos con el ejercicio de las armas. No se trata de una relación simple, si tenemos en cuenta la obra al completo, sino de una relación dialéctica de naturaleza circularista: armas y letras son indisociables porque la libertad, cuando es estatal, secundaria y objetiva, se encarna en unas leyes que legitiman las armas destinadas a defenderlas. Sólo así pueden conjugarse episodios como el de los galeotes y discursos como el de las armas y las letras. No se trata exclusivamente de las armas y las letras, es necesaria en la ecuación la presencia del Estado. El Discurso de las armas y las letras que ofrece don Quijote parece muy adecuado y lúcido, pero responde antes a la actitud de un Quijote que a la actitud de un militar como Cervantes. El Estado no es una banda de piratas, no se trata sin más del ejercicio de la violencia, se trata del ejercicio de la violencia al servicio de unos derechos que luego pueden posibilitar la paz. La paz no la imponen sólo las armas, la paz sólo es posible si existe un estado fuerte que la sustente. Por eso las victorias que don Quijote alcanza por medio de las armas no valen de nada, porque el derecho es el que fundamenta el ejército, no al revés. Sin derecho, sin letras, no hay ejército. El ejército es una institución estatal. Bien lo dice el duque en la segunda parte de la obra: “Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas” (Quijote II, XLII, 1057).
El Estado y el derecho son lo que le falta a don Quijote, por eso su primera victoria sobre el amo de Andrés – en el capítulo IV de la primera parte- o sobre los Galeotes –en el capítulo XXII de la misma- duran tanto como dura su primacía armamentística. En cuanto don Quijote deja de empuñar las armas y empieza a imponer el código caballeresco, la victoria se viene abajo porque nada la sustenta. La libertad secundaria se da por definición en el Estado y requiere de armas y de letras, ninguna es superior a la otra. Son conceptos esenciales en relación a la Idea de Libertad secundaria y en sentido objetivo. En consecuencia, lo que don Quijote ejerce en sus aventuras es una libertad primaria que él pretende que tenga fuerza de ley (algo imposible desde el momento en que nos encontramos situados en un marco de libertad estatal), pero que es, en realidad, absolutamente inestable y que depende únicamente del poder de Alonso Quijano, un poder, como sabemos, escaso y muy efímero cuando llega a darse. El derecho de don Quijote se extiende hasta donde llega su poder, diríamos parafraseando a Spinoza. Lo que falla en la actitud violenta de don Quijote es la ausencia de un derecho estatalizado. Siempre que don Quijote vence en una batalla, impone luego unos deberes a los vencidos en función del derecho caballeresco, y siempre son incumplidos puesto que no hay fuerza de ley que obligue a los perdedores. Y si éstos, encima, se ven en posición de arremeter contra don Quijote, como es el caso de los galeotes, la situación experimenta un vuelco total, lo que nos demuestra que lo que encontramos en don Quijote es un ejercicio primario de Libertad que obtiene su justificación teórica en el Discurso de las armas y las letras –capítulo XXXVIII de la primera parte-.
Sostengo, por tanto, que Cervantes apuesta por el Estado como criterio de racionalidad frente a la actitud quijotesca, sin dejar de tratarse de una apuesta crítica. Don Quijote ofrece un divertimento, una búsqueda violenta de una justicia ideal, pero no ofrece algo a lo que atenerse. La religión es una mentira, el Estado está podrido, pero es el único criterio que tenemos. En el episodio del cautivo se observa cómo las leyes siguen vigentes incluso en el cautiverio; el derecho no deja nunca de estar presente porque la guerra no es violencia sin más, es violencia regulada mercantil y jurídicamente: los presos también se encuentran divididos en clases en función de criterios económicos que se plasman en un código carcelario -los cautivos del rey no salen al trabajo con la demás chusma, diríamos parafraseando a Cervantes (I, XL, 507)-.
Encontramos en el Quijote a un personaje que pretende ejercer, de forma absurda, una libertad primaria, pre-política y pre-estatal en un contexto político imperial. En consonancia con ello tenemos también un ejercicio de la libertad al margen del Estado, un uso subjetivo y secundario de la libertad. Don Quijote ejercita una libertad subjetiva a la que pretende dar un significado político (a través del recurso primario de la lucha no politizada). Ambas ideas de libertad se encuentran formalizadas a la perfección el hermoso discurso que sobre la libertad ofrece don Quijote a Sancho.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!” (Quijote II, LVIII, 1195).
Las dos nociones de Libertad que maneja Don quijote son absurdas: la primera, por ser una libertad primaria que carece de todo sentido en contextos estatales (por la libertad se puede y debe aventurar la vida, sin más); la segunda, por identificar la libertad subjetiva con la noción idealista de autonomía: sólo es libre aquél que no debe nada a nadie. Ambos conceptos de libertad son absurdos e incongruentes con el momento que le ha tocado vivir a Alonso Quijano, el creador de don Quijote.
La tragedia, si la hay, es siempre de naturaleza socio-política. En consecuencia, el único personaje susceptible de experimentar sucesos trágicos en la obra es el de Sancho, pero Cervantes no escribe una tragedia en prosa y, como veremos, la muerte de don Quijote tomará la forma de un imperativo de generosidad (siempre en los términos espinosistas) hacia Sancho en un enfrentamiento directo con la moral estamental vigente en la época. Esto es algo importante: las ideas sociales de don Quijote triunfan dialécticamente a través de la falsa conversión de Alonso Quijano. La libertad de testar como derecho político se abre camino dialécticamente a través de la realidad religiosa que envuelve a los personajes. La libertad, y ésta es una de las Ideas más fundamentales que encontramos en el Quijote, se abre paso y triunfa en la necesidad. Alonso Quijano toma al final conciencia de lo que es necesario para dar cumplimiento a uno de sus propósitos quijotescos: la mejora económica de Sancho. El ingenioso hidalgo toma conciencia de la necesidad, en un sentido subjetivo, de asumir ciertas normas, las católicas, para dejar favorecido en su testamento a quien sirvió de escudero para su personaje, de ahí el ingenio del personaje cervantino.
Esto que he expuesto vale para la Idea de libertad subjetiva que encontramos enunciada en la obra de Cervantes. Se trata de la Idea de Libertad subjetiva y secundaria que defendió Cervantes, síntesis de Ideas previas como lo puedan ser, ahora lo veremos, una Idea primaria de libertad ejercida por don Quijote dialécticamente frente a las leyes del Estado y una Idea de libertad secundaria y subjetiva de corte metafísico e idealista –como veremos al analizar el discurso quijotesco que acerca de la libertad aparece en la segunda parte de la obra-.
Sostengo que don Quijote intenta hacer valer como objetiva una libertad primaria. Él reconoce el ejercicio de las armas como fundamental para el establecimiento de la libertad, lo que se niega a reconocer es que esas armas deben estar al servicio de un estado (él las pone al servicio de un grupo moral, del de los caballeros andantes, que es inexistente). Esto entra directamente en relación con lo tratado en el capítulo anterior acerca de la imposición ética de un código moral inexistente.
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de apuestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filo de mi espada, por todo lo descubierto de la tierra” (Quijote I, XXXVIII, 491).
Advierto implícita en estas palabras una oposición de la figura del militar - asociada a la guerra como actividad que se ha vuelto ruin y contraria a la fama y a la gloria-, frente a la figura del caballero -cuya lucha es individual, personal y cuerpo a cuerpo, espada frente a espada-.
“Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala y hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabajadas no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucería y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar: que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mesmo lugar, y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes: valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra” (Quijote I, XXXVIII, 490-491).
Don Quijote conoce la realidad -la del soldado y la de la guerra-, pero la comenta en su discurso de una manera análoga a como un Aquiles o un Héctor podrían comentar las batallas de Maratón o Salamina: sus héroes son anónimos, el Estado los ha convertido en partes sustituibles unas por otras (es la propiedad distributiva que corresponde al militar). Don Quijote sabe lo que es la guerra y lo que supone ser militar, pero prefiere el ejercicio de la caballería. Quizá esto le habría servido a Torrente Ballester como respuesta a la pregunta que formula en su brillante ensayo.
“¿Por qué, cuando las trompetas reclamaban en la plaza del pueblo voluntarios para los tercios contra el luterano, o militantes anfibios contra el otomano, pudo sosegar [se refiere a Alonso Quijano] su corazón? ¿Era una mente crítica asimismo precoz? En cualquier caso, dejó pasar, como otros muchos, sucesivas convocatorias” (Torrente Ballester, El Quijote como juego, 1975/1984: 47-48).
Dejó pasar las convocatorias porque a Alonso Quijano le interesaba la acción heroica y gloriosa, y como tal imposible para un soldado –Cervantes es un militar famoso porque se convirtió en un escritor famoso, no al revés- que participa en una guerra masificada y anónima. No le sirven ni la lucha en galeras ni la artillería, él reivindica otro tipo de lucha, aún cuando es consciente de la lucha que efectivamente se da y existe en su momento histórico, de ahí su juego y su cinismo. El Discurso de las armas y las letras no es un ejemplo de lucidez, como ya anuncié en su momento, tampoco es el discurso de un loco, como lo demuestra su perfecto conocimiento de la realidad, es el discurso de un cínico que quiere jugar a la guerra individualizada y heroica. El ejercicio de la Libertad va siempre unido en don Quijote al ejercicio de las armas y de la violencia. Don Quijote se mueve en esquemas primarios y puramente esenciales de la libertad: su derecho se extiende hasta donde llega su poder. De hecho, no suele enfrentar batallas que sabe que va a perder (caso de la Santa Hermandad). El problema es que don Quijote pretende imponer un uso primario de la libertad en una sociedad estatalizada donde la ley es el derecho fundamental. Como tal libertad primaria es sumamente inestable (véase el episodio de los galotes; véase también en la segunda parte, el capítulo XIIII, pp. 813-814), no hay ningún derecho que la fije y sostenga (puesto que el código caballeresco no existe). Don Quijote usa las armas para defender las leyes (de ahí el Discurso de las armas y las letras), pero Cervantes nos muestra la futilidad del ejercicio de las armas cuando no hay un Estado que refrende esos derechos (don Quijote es el ejemplo perfecto). Intenta hacer pasar por una libertad objetiva y secundaria lo que no es más que un ejercicio primario de la fuerza.
Las armas que defienden la ley son las armas organizadas institucionalmente en torno a un orden militar que halla su legitimación última en el Estado, como corresponde a toda libertad secundaria y de naturaleza objetiva. Conviene evitar los idealismos, tanto los de naturaleza pacifista como los de naturaleza belicista, ya que ninguno de ellos nos dejará ver la complejidad dialéctica que entraña la realidad.
La apelación de don Quijote a un derecho que sustente su ejercicio de la libertad es constante, tanto en el episodio de Andrés, el mozo apaleado, como en el episodio de los Galeotes, a los cuales, una vez liberados, intenta someter a sus leyes. Pero es que esas leyes no existen. En consecuencia, sostengo que, aunque las armas parecen estar por encima de las letras (derecho) porque éstas necesitan de aquellas para su sostenimiento, son las letras a su vez las que posibilitan una estabilidad que garantice los resultados obtenidos con el ejercicio de las armas. No se trata de una relación simple, si tenemos en cuenta la obra al completo, sino de una relación dialéctica de naturaleza circularista: armas y letras son indisociables porque la libertad, cuando es estatal, secundaria y objetiva, se encarna en unas leyes que legitiman las armas destinadas a defenderlas. Sólo así pueden conjugarse episodios como el de los galeotes y discursos como el de las armas y las letras. No se trata exclusivamente de las armas y las letras, es necesaria en la ecuación la presencia del Estado. El Discurso de las armas y las letras que ofrece don Quijote parece muy adecuado y lúcido, pero responde antes a la actitud de un Quijote que a la actitud de un militar como Cervantes. El Estado no es una banda de piratas, no se trata sin más del ejercicio de la violencia, se trata del ejercicio de la violencia al servicio de unos derechos que luego pueden posibilitar la paz. La paz no la imponen sólo las armas, la paz sólo es posible si existe un estado fuerte que la sustente. Por eso las victorias que don Quijote alcanza por medio de las armas no valen de nada, porque el derecho es el que fundamenta el ejército, no al revés. Sin derecho, sin letras, no hay ejército. El ejército es una institución estatal. Bien lo dice el duque en la segunda parte de la obra: “Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas” (Quijote II, XLII, 1057).
El Estado y el derecho son lo que le falta a don Quijote, por eso su primera victoria sobre el amo de Andrés – en el capítulo IV de la primera parte- o sobre los Galeotes –en el capítulo XXII de la misma- duran tanto como dura su primacía armamentística. En cuanto don Quijote deja de empuñar las armas y empieza a imponer el código caballeresco, la victoria se viene abajo porque nada la sustenta. La libertad secundaria se da por definición en el Estado y requiere de armas y de letras, ninguna es superior a la otra. Son conceptos esenciales en relación a la Idea de Libertad secundaria y en sentido objetivo. En consecuencia, lo que don Quijote ejerce en sus aventuras es una libertad primaria que él pretende que tenga fuerza de ley (algo imposible desde el momento en que nos encontramos situados en un marco de libertad estatal), pero que es, en realidad, absolutamente inestable y que depende únicamente del poder de Alonso Quijano, un poder, como sabemos, escaso y muy efímero cuando llega a darse. El derecho de don Quijote se extiende hasta donde llega su poder, diríamos parafraseando a Spinoza. Lo que falla en la actitud violenta de don Quijote es la ausencia de un derecho estatalizado. Siempre que don Quijote vence en una batalla, impone luego unos deberes a los vencidos en función del derecho caballeresco, y siempre son incumplidos puesto que no hay fuerza de ley que obligue a los perdedores. Y si éstos, encima, se ven en posición de arremeter contra don Quijote, como es el caso de los galeotes, la situación experimenta un vuelco total, lo que nos demuestra que lo que encontramos en don Quijote es un ejercicio primario de Libertad que obtiene su justificación teórica en el Discurso de las armas y las letras –capítulo XXXVIII de la primera parte-.
Sostengo, por tanto, que Cervantes apuesta por el Estado como criterio de racionalidad frente a la actitud quijotesca, sin dejar de tratarse de una apuesta crítica. Don Quijote ofrece un divertimento, una búsqueda violenta de una justicia ideal, pero no ofrece algo a lo que atenerse. La religión es una mentira, el Estado está podrido, pero es el único criterio que tenemos. En el episodio del cautivo se observa cómo las leyes siguen vigentes incluso en el cautiverio; el derecho no deja nunca de estar presente porque la guerra no es violencia sin más, es violencia regulada mercantil y jurídicamente: los presos también se encuentran divididos en clases en función de criterios económicos que se plasman en un código carcelario -los cautivos del rey no salen al trabajo con la demás chusma, diríamos parafraseando a Cervantes (I, XL, 507)-.
Encontramos en el Quijote a un personaje que pretende ejercer, de forma absurda, una libertad primaria, pre-política y pre-estatal en un contexto político imperial. En consonancia con ello tenemos también un ejercicio de la libertad al margen del Estado, un uso subjetivo y secundario de la libertad. Don Quijote ejercita una libertad subjetiva a la que pretende dar un significado político (a través del recurso primario de la lucha no politizada). Ambas ideas de libertad se encuentran formalizadas a la perfección el hermoso discurso que sobre la libertad ofrece don Quijote a Sancho.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!” (Quijote II, LVIII, 1195).
Las dos nociones de Libertad que maneja Don quijote son absurdas: la primera, por ser una libertad primaria que carece de todo sentido en contextos estatales (por la libertad se puede y debe aventurar la vida, sin más); la segunda, por identificar la libertad subjetiva con la noción idealista de autonomía: sólo es libre aquél que no debe nada a nadie. Ambos conceptos de libertad son absurdos e incongruentes con el momento que le ha tocado vivir a Alonso Quijano, el creador de don Quijote.
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